A mis maestros

De ellas, ellos -siempre responsables- tengo los mejores recuerdos. Desde el de primer grado de primaria que traía siempre su libro de canciones. Hasta los de universidad que lograron viéramos el mundo de otra manera. Nos dieron una lógica para el pensar. Una estética para apreciar la belleza de la vida. Una ética para el bien ser y el bien hacer. Para tener elementos en el intento de ser mejores. 
Cuento mucho lo del maestro Raúl Torres Torres, de civismo en secundaria. Que nos dijo sobre la tragedia de nuestro país: “cada seis años tratan de inventarlo de nuevo. Un eterno comienzo sexenal”. Del maestro Filemón Salazar Jaramillo que nos hacía creciera nuestra imaginación al platicarnos el nacimiento de la ciudad de Roma con la loba que amamantaba a los gemelos Rómulo y Remo. Y el maestro Héctor Martínez de quinto grado que me enseñó a construir la visión de mi futuro: “¿Quieres vivir como viven tus padres en la pobreza? ¿No? Entonces tienes que estudiar, aprender y sacar siempre buenas calificaciones”.
Un Día del maestro le escribí y mandé una carta a mi maestro de música en secundaria, Juan Pablo Puente Vallejo, quien fue mi brújula en el conocimiento de la canción popular mexicana. Una carta sentida que -me dicen- le emocionó mucho. Él nos facilitaba los instrumentos para llevarlos y practicar en la casa. Una mandolina, un violín, en mi caso
En la Normal el maestro de Español y su didáctica, Vicente Cevada Vera: “la naturaleza es muy sabia. Hace que los niños aprenden a pesar de todo”. O el de Ciencias Naturales, maestro Mauro, que nunca firmaba la libreta de entradas y salidas. Pero nunca faltaba ni llegaba tarde. Y su clase era una maravilla. O el de teatro que nos aconsejó nunca enojarnos con los niños que se portan inquietos. “Actúen que se enojan”, nos reiteraba.
En la Universidad, el colombiano Lácides García Detjén, que nos llevó a la Sierra de Tabasco a conocer comunidades escolares apartadas. En el ejido Las Flores, de Huimanguillo, educaba Julio Moure, un educador español, con la metodología de la emoción y el amor por la enseñanza. El maestro Dante Rugeronni, con su Estética de lo cotidiano. El cura Heriberto Olivares Valentines, oriundo de Michoacán, que me sugirió como narrador leer a José Rubén Romero, de prosa sencilla, casi perfecta. Autor de La vida inútil de Pito Pérez. El maestro Olivares tenía un vozarrón. “Muy bien, muy bien”, le dijo a Téofano que en su ausencia lo imitaba muy bien. Y Teo no se había dado cuenta que el maestro estaba en la puerta escuchándolo.
D Edith Guadalupe, que nos recomendó El libro rojo, una miniatura sobre educación sexual en Suecia.
O Gustavo Priego Noriega, de Metodología de la investigación: “tu texto está muy bien, nomás te falta el fusil y el morral para que te subas a la Sierra a hacer la revolución”, me dijo ante un ensayo sobre educación. 
Mi pensamiento y sentimiento le debe a cada uno de ellos su aportación. No son todos. Por supuesto. Son más las omisiones por falta de espacio. Falta de memoria. Y el alemán Alzheimer que ya empieza a rondar.
No terminaría de escribir sobre cada uno de ellos. Mis felicitaciones a todos los maestros jubilados, activos y fallecidos.

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