Carta a mí mismo

Raro encontrarme aquí, Antonio, escribiéndote carta. Y raro porque soy yo mismo, Antonio, quien te escribe. Así que no puedo engañarme ni engañarte. Somos ambos, distintos con el mismo destino. El primer planteamiento es cómo hacerlo. Cómo separar al que escribe con el que lee. Qué tono darle y no confundirme. Porque uno es el que alienta y el otro frena. Uno es el que te dice ve, y el otro detente. Uno el que te motiva a lo sublime, el otro a cometer cada pifia o el ridículo mismo. El complaciente le escribe al crítico o al revés. El que que flagela al que recibe el golpe. El que crucifica en la mediocridad. O el que ve todo desde las palabras. El que se entretiene en cualquier lado, o el que proclama apurad. El que guarda silencio y el que quiere hablar
Y claro que en este sentido, a veces nos echamos la culpa -porque nadie quiere asumirla- de cuando algo sale mal.
Aquí es que yo mismo le escribe al yo mismo. Y por eso es la dificultad a resolver.
Somos apenas palabras que exteriorizan lo que alcanzan a nombrar.
Pero de antemano hagamos un trato Antonio. Lo propongo con respeto. Que busquemos el equilibrio entre ambos, sin menoscabo de ninguno. La vida pasará y dejaremos de ser (qué profundo dirás burlón). En tanto buscar lo mejor para ambos. Y entre tanto escribirnos con regularidad. Te escribe Antonio para Antonio. Y volveré a escribir sólo y solamente si tú me contestas. ¿Te parece? Asimismo que no sean textos muy largos. Nuestra edad ya no los necesita, sobre todo porque conocemos nuestros caminos conceptuales y algo que esboces en media cuartilla, lo entenderé a la perfección como si fuera un tomo de la enciclopedia Salvat. Entonces probemos. Ah, nunca disputes con nadie, lo mismo yo. Y que no sea un epistolario largo. A lo sumo unas tres cartas correspondidas para el total de seis. O cuatro  para ocho. Solo para tratar uno o dos temas, cruciales, como el amor, la felicidad. Si te parece. Un abrazo. De Antonio.

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