Los cien días

Convocó el rey, para casar a su príncipe heredero, y tener asegurada la sucesión, y se inscribieron cientos por no decir miles de chicas, todas ellas de buen ver, deseosas de ser, la futura mandamás, de ese reino olvidado, pero muy valioso, por el oro, la plata y los castillos feudales. El concurso consistía en quedar a la intemperie cien días, a pleno sol, o lluvia según la ocasión, esa pertinaz lluvia que muele al final, o el polvo con viento de huracán, pero sin ningún cobijo más que su ropa. Cien días, como animal, a la vera del camino. E iniciaron el concurso cientos, ante el testimonio del pueblo y pasaban los días e iban unas abandonando, al llegar al día cincuenta quedaban pocas, para aguantar tal sacrificio, con estoicismo de mujer. Y llegaba la gente de otros pueblos a ver a la futura soberana. Verle su mirada y su talle, el porte. Por el día noventa eran unas cuantitas, y para el noventa y cinco solo quedaba una.  Y llegaba más gente de testigo para conocer ahora sí a la que era la segura ganadora, cuando de repente en el día noventa y ocho, aclamada ya de antemano como reina, para sorpresa de todos, toma sus pocas cosas y se retira y se va. Y la empieza a seguir la gente interrogando y no se diga la prensa que ya existía por esos días, a preguntar la razón de abandonar la empresa si ya le faltaba muy poquito para llegar a la meta. Y ella con su mirada de grande, crecida en su interior contestó como si nada: "no vale la pena el hombre que tiene a una mujer cien días a la intemrperie, que con su pan se lo coma".
Cuento conocido sin moraleja. A no ser, dejad que el amor se imponga, y el tiempo es este, el único.

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