Fuego para mirarnos en el espejo
Fuego para alimentar el espejo
Antonio Solís Calvillo
I. A Ángel Fuentes Balam lo vi por primera vez en la obra de teatro “Lotería pelangocha”, en Villahemosa, Tabasco, en 2022. Él solo, enmascarado, con su diligente palabra muestra a diversos personajes en lo cotidiano con sobresaltos y perdidos en el laberinto de la existencia. Esa vez tomé notas mentales y al día siguiente escribí una crónica que empezaba con algo así: "Señores y señoras, con ustedes, en esta esquina...", porque el personaje narrador de dicha obra usaba máscara y sus personajes eran como un espejo sombrío donde no queríamos ni queremos reflejarnos.
Luego fui siguiendo algunas de sus huellas en los textos que Ángel publica en revistas y redes donde muestra en canal al ser humano y, al leerlos, nos asomamos a nuestro interior visceral en las pequeñas cosas del día a día, tratando de encontrarnos donde no encajamos (o no fácilmente), en las sonrisas como muecas, en el “sí señor, claro que sí”. Sus obras de teatro, sus relatos o cuentos, así como sus poemas, coinciden en ser producto mezcla de instinto vital y razón poderosa. Su yo poético escribe (como un nosotros), dolorosamente omnisciente y, en su lucha interna contra los molinos de lo insulso y vacuo, considera (y coincido con él) que el mundo de las sombras no es la realidad y hay que echarles, en lo posible, rayos de palabras, tratando de alertar a los dormidos en su confort. Los adormilados de siempre no se dan cuenta de lo que pasa a su alrededor entre tanto entretenimiento con sueños, guerras, amores ilusorios, fútbol, libros dóciles, bellos y de autoayuda.
II. Este libro de poemas de Ángel Fuentes Balam, “Ya nadie cuida las antorchas”, es un acuse de recibo de las percepciones razonadas que muestran lo que somos: nada aparte de la palabra que nos pronuncia al pronunciarla; las palabras son la única y verdadera muestra de la existencia en la realidad que creamos con las palabras mismas. En ese sentido el escritor es el mítico Sísifo que escribe el poema y tiene la tentación de lanzarlo a la cara de los otros, pero el entorno le recuerda de su castigo eterno, y vuelve en sí, sube el poema nuevamente hasta lo alto de la montaña, para darse cuenta que dicho poema (que es piedra y a la vez palabra) ha caído de nuevo al fondo del abismo arrastrándolo, y al caer desaparecen, y tiene que escribir otro poema de nuevo, para cargarlo y emprender la subida. ¿Y qué palabras van sobre sus hombros? Por ahora estas, las de cada poema que leemos en “Ya nadie cuida las antorchas”. El mantenedor de la palabra como fuego, no se conforma: resiste e insiste de nuevo en preguntarse y preguntarnos ¿qué razones o jutificaciones hay para transmutar del polvo a la carne, de esta a la palabra, y de aquí volver al polvo del abismo, para empezar de nuevo? Sí, como Sísifo, en una existencia absurda, como la nuestra, con un vida como castigo, eterna e ínutil.
III. Los poemas de “Ya nadie cuida las antorchas”, de Ángel Fuentes Balam, son palabras de artista (sobra decir que verdadero). Es decir, incomoda, rompe esquemas viejos presentados chapuceramente como nuevos, lanza el poema contra lo inocuo, contra las opiniones estériles y adocenadas. Con los poemas de este libro se encuentra aquel individuo inquieto y rebelde que salió de la caverna y se encontró con un exterior de luz y llamas que es la realidad. Son búsqueda, asombro y desconcierto: lumbre que nos refleja en lo que somos como especie. Y he allí lo peligroso del artista para quienes detentan el poder sostenido con hilos de mediocridad donde este impere. Los poemas de fuego son los que desenmascaran a los tramposos, a los mentirosos, a los acomodaticios, y también a los que el poeta cubano Roberto Fernández Retamar en su poema “Felices los normales”, describe como “esos seres extraños. Los que no tuvieron una madre loca, un padre borracho, un hijo delincuente,…Los delicados, los sensatos, los finos,/ Los amables, los dulces, los comestibles y los bebestibles./ Felices las aves, el estiércol, las piedras./ Pero que den paso a los que hacen los mundos y los sueños,/ Las ilusiones, las sinfonías, las palabras que nos desbaratan/ Y nos construyen. Los más locos que sus madres, los más borrachos/ que sus padres y más delincuentes que sus hijos/ Y más devorados por amores calcinantes./ Que les dejen su sitio en el infierno, y basta.”
¿Pero qué hacer con la Poesía, Ángel, prometeico, cuando ya nadie cuida las antorchas para que se mantenga el fuego? No respondas, sigue escribiendo. Permíteme que recurra - ante esta pregunta- a uno de los “Silogismos de la amargura”, de Emil Ciorán: “Aún hallandonos a mil leguas de la poesía, dependemos de ella todavía por esa súbita necesidad de aullar -último estadio del lirismo.
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