Yo, escritor*

A veces cuando me nombran le agregan el José o el Juan a mi nombre. Y no me desagrada. Dice mi madre que ella no sabía de los dos nombres, que ella consideraba que debía ser uno para cada uno. Si no después me iba a confundir, argumentaba, entre tantos hijos para llamarlos. Cuenta que al llevarme al bautizo el cura pregunta cómo me iba a llamar. Y mi madre le respondió Antonio. Y el cura, le interroga ¿Antonio qué más? Antonio nomás, responde ella. Y así me quedó de pila registrado en la iglesia el nombre de Antonio Nomás. Aunque en el registro civil, la secretaria, luego de una sonora, festiva y larga carcajada, fue más consciente. Y no me registró como en la iglesia. Es curioso eso de los nombres. Cada quien tiene la historia propia. Yo nací en noviembre, en el norte. Frío de invierno adelantado. Infierno cruel con viento helado cauterizante. Se colaba el viento frío por entre las rendijas de madera. Y una buena parte anidó en mi garganta de recién nacido. Mi madre que estaba atenta empezó a escuchar con mucho miedo un chillido de esos como de tos ferina, que le decían. Y a punto de cerrarse ese canalito para el aire del respiro, me cobijó y, creyente ferviente que lo fue, me llevó a la iglesia que estaba más cerca, a una cuadra de la casa. Y ofreció nombrarme como el santo patrón de la iglesia si me quitaba ese viento del norte anidado en la garganta. Y sí, cumplieron ambos y yo quedé con el nombre que tengo por San Antonio. Yo le digo a mi madre que ella cumplió a medias, porque me faltó el San.  “Mira Antonio, -me dice-, para llegar a ser santo, o ganarse el san, hay que sufrir mucho”.  Le digo, para ver la expresión de su rostro: madre, si es por sufrir, entonces todos los pobres del mundo, deberían de ser santos. “No todos. No todos”, me responde rápido, sin dudarlo.
Quiero agradecer a todos los que se han sonreído conmigo, a los que me han abrazado. A los que me han dirigido palabras de aliento en las horas del desaliento.  Le agradezco a la Escuela de Escritores, a su directora, Ana Livia Salinas, esta distinción que me agrada, y trato de convencerme que me la merezco, por la amistad y la cercanía que nos une. Agradezco a cada uno de los miembros de la Sociedad de Escritores de Tabasco, su generosidad, su amistad.
Agradezco a Andrés González Pagés, y a Mario De Lille Fuentes, dos hombres de letras, de largo aliento, promotores culturales sin par.
El tema de esta charla es “Yo, escritor”, que yo quiero transportar a un plural, que nos agrupe y entibie nuestro paso. El yo se relaciona con el ego. Y bien es cierto que me gusta escribir, y ver mi nombre en letra impresa, señalándome autor de un texto, prefiero siempre el nosotros.
Conciencia de la fuerza de lo escrito y lo persuasivo que puede ser, especie de magia, fue cuando a los doce años le hice entrega de una carta a una chica linda, compañera de grupo en la escuela primaria. Vi de reojo que la terminó de leer. Se me quedó viendo muy seria, con las cejas arqueadas y la entregó al maestro de español, quien me dio una regañiza delante de todos, mientras me guiñaba un ojo. Luego en el `pasillo me detuvo, y me felicitó por la carta. Me dijo que yo debería escribir cuentos. Yo no entendía bien el enojo de ella, y la felicitación de mi maestro. Prefería que hubiera sido al contrario.
Luego en la secundaria, de esas bien organizadas, con motivos suficientes para que los estudiantes anduviéramos ocupados en actividades de desarrollo personal como banda de guerra, estudiantina, ajedrez, dibujo, basquetbol y futbol, había un Taller de redacción que editaba un periódico en mimeógrafo, y me repartía yo en la banda guerra, estudiantina y en el Taller de redacción. Por ese tiempo escribía yo de la impresión que me causaba abrir una naranja o una granada, y discurría sobre colores, o por ejemplo de un alacrán encontrado en la casa, pobrecito, o de la vida imaginaria de las cucarachas, o del sol que aparece por la mañana, o del cruel frío que cauterizaba nuestras heridas y raspones en la piel. También recuerdo que había leído a Mauricio Materlick, que había escrito La vida de las ovejas, y yo hice un texto breve de una cuartilla sobre La vida de las hormigas. Mi maestro Adolfo Guevara, que además nos impartía geografía, me decía que eso nadie lo iba a entender nadie. Que mejor escribiera sobre la vida de Benito Juárez y Emiliano Zapata. Y yo terco escribí: La vida de las hormigas. Y lo publiqué una vez que él se descuidó. Lo mismo, me dio una regañiza, Y me acusó con el director de la escuela. El director leyó el texto y se reía. Luego mandó llamar al maestro de español y se lo dio a leer, pidiéndole opinión. “Es regular, tiene imaginación”, pero desobedeció a su maestro del Taller.
Para ello quiero comentarles que me gustaba asistir en esa mi secundaria a los ensayos del Taller de declamación. Y escuchaba los poemas en las voces de los compañeros que iban a concurso. Pinche memoria que tenían. Declamaban Los motivos del lobo; o la Chacha Micaila. Y yo me decía: m8i meta es aprenderme una de ella. Nunca lo logré. Ha sido tal mi fracaso en eso de aprender de memoria, que no me he podido aprender más que dos epigramas de Ernesto cardenal, y el que muchas veces he necesitado aprender es el poema XX de pablo Neruda, ese que dice Ya no la quiero, pero tal vez la quiero. Y me imaginaba que yo era el que lo estaba declamando. Y luego brincaba mi imaginación a que era yo el que lo estaba escribiendo. Y eso era maravilloso para mi interior.
Cuando fue la ceremonia de fin de cursos de la secundaria, el director de la escuela leyó un poema persuasivo que iría al centro de mi conciencia. El poema era Sí, de Rydiard Kipling. Ese que dice:
SI Puedes soñar sin que los sueños, imperiosamente te dominen;
Si puedes pensar, sin que los pensamientos sean tu objeto único;
Si puedes encararte con el triunfo y el desastre, y tratar
de la misma manera a esos dos impostores;
Si puedes aguantar que a la verdad por ti expuesta
la veas retorcida por los pícaros,
para convertirla en lazo de los tontos,
O contemplar que las cosas a que diste tu vida se han deshecho,
y agacharte y construirlas de nuevo,
aunque sea con gastados instrumentos!
Allí esa magia del poder de la palabra; ese imaginar que alguien en alguna parte del mundo, en otra época había escrito dicho poema, con tal poder de apuntalar una educación sustentada para desarrollar fuerza interna, y que el director de la escuela lo haya sentido y haya querido que nosotros lo escucháramos y lleváramos como lo llevo, me hizo sentir que efectivamente la palabra era necesaria no solo para pedir comida, trabajo, acordar las maneras de jugar, sino también servía para persuadir, para soñar, para elucubrar rutas de futuro y hasta para jugar con las palabras y disfrutar su sonido y sus variantes en el juego en el que se construyen entidades distintas al juntar dos palabras de campos significativos distintos y distantes.
Luego vino la escuela normal. Mi maestro de español y su didáctica nos pidió el libro El llano en llamas, de Juan Rulfo. Nos dijo: ustedes son de ciudad aunque  de barrios pobres. Ustedes son nietos de campesinos, hijos de obreros. Y quizá hayan olvidado cómo es el sentir de la vida en el campo. Así que lean ese libro porque como maestros de escuela les va a tocar trabajar y convivir a diario con niños y adultos que tienen otra forma de expresarse y otra manera de concebir su relación con el mundo. Y leímos el Llano en llamas. Un compañero de la Normal, al que le decíamos el místico, nos empujaba para que leyéramos la biblia, y yo solo leía la parte de Los Cantares de Job; y los reclamos de Job. Otros amigos nos empujaban a leer la revista Proceso, y a enterarnos de los problemas de tierras, las luchas en otras partes, los bajos salarios, la plusvalía, cosas que a esa edad no entendía, y que ahora entiendo menos. Un amigo me acercó los libros de Rius: La panza es primero; Marx y Lenin para principiantes, Cristo de carne y hueso, etcétera. ´pero una amiga me enseñó el libro Veinte poemas de amor y una canción desesperada.
Desesperado anduve yo buscando qué leer. Así que pasó por mí, Lolita de Nabokov; Crimen y Castigo de Dostoievski. Los trópicos de Henry Miller; Uno de los descubrimientos a esa edad fueron los Cantos, de Ezra Pound; y las novelas La broma, La vida está en otra parte, Los amorres ridículos de Milan Kundera. Ah, y por supuesto a Augusto Monterroso, y a Jorge Ibargüengoitia.
Mis lecturas han andado entre las ciencias sociales, y la literatura.
En la escuela Normal tenían un periódico que se llamaba El Opositor. Allí incursioné con algunos textos. Me acuerdo de la vida de José Martí. Y de Mahatma Gandhi.
Fue finalmente cuando entré a Ciencias de la Educación de la UJAT que coincidí con Teodosio García Ruíz. Éramos compañeros. Él ya era conocido con el mote de enfant terrible de la poesía tabasqueña. Platicábamos. Y quizá por alguna palabra dicha me preguntó que si yo escribía.
Y como no escribía, entonces una tarde me puse a aporrear mi máquina Olivetti lettera. De golpe y porrazo escribí diez cuartillas enfebrecidas. Al día siguiente se las mostré a Teo. Y me las pidió para publicarlas en el suplemento El Pochitoque aluzado, que publicaba en el periódico de Don Guillermo Hubner. Saben lo que sentí por primera vez al ver mi nombre sobre un texto publicado.
Luego seguí escribiendo ya ni sé que cosa, unos mamotretos entre relatos y soliloquios. Me dio por leer a José Agustín, a Parménides García Saldaña y Gustavo Sáenz, los de la Onda, considerando que se me iba a pegar algo. Y nada. Un cuento que mandé al concurso de la feria en 1989, me dio un segundo lugar. Y unos textos (a los que yo consideraba poemas) en ese mismo año me dieron mención honorífica en poesía. En el concurso de cuento el jurado estaba integrado por Andrés González Pagés, Fernando Nieto Cadena y Efraín Gutiérrez.
Ese relato de Las Malas compañías, y La vida doliente de Matías Pérez fueron publicados en una plaquetta por parte de la UJAT y el ICT. Y esos mismos textos me dieron mención honorífica en el concurso internacional de cuento por los 400 años de la fundación de la ciudad blanca de Mérida en 1994.
De allí vino una época turbulenta en mi pensamiento, que me secó el seso creativo. Escribí textos periodísticos. Artículos de opinión sesgada. Y entrevistas apócrifas a Buda, Emiliano Zapata y a Jesucristo.  Escribí el nacimiento de Jesús en Plaza de armas. Un cuento eminentemente de tinte político.
Seguí coordinado talleres literarios. Y nada que aparecieron las musas para motivarme, ni los dioses de la creación a dictarme algo.
Yo quería ser cuentista hasta que me derroté yo mismo. De allí concluí que es el género quien nos elige y no al revés. Y empecé a escribir unos textos con cierto ritmo, con algunos juegos de palabras, que los amigos me dijeron que era un híbrido entre poesía y narrativa.
Una vez, leí que el lusitano José Saramago había abierto un blog en internet. Y que le puso de nombre Cuaderno. Y cada día escribía un texto breve. Sobre su ida al mercado. Sobre las flores de su jardín. Sobre un amigo encontrado a quien tenía años de no verlo, sobre su primera novia. Sobre sus dolencias. Y lo empecé a leer a diario. Luego Saramago publicó un formato de libro impreso su cuaderno digital Cuaderno.
Así inicié mi blog que se llama Cuaderno Calvillo, que son los textos que subo luego a mi face. Y de allí extraigo a veces textos para darlos a publicar. O conformar un proyecto de libro que uno ya vio la luz el año pasado, y que se llama Señal de humus. Y tengo otros dos libros inéditos. Uno que se llama Nadie. Y otro que se llama La aguja del pajar.
Escribo por gusto. Porque no sé hacer otra cosa. Escribo a manera de hacer guiños. Escribo porque creo que es importante ejercitar el pensamiento para desarrollar la habilidad de escribir mejor. No estoy seguro si lo logro o no, si avanzo o no, pero me divierto bastante. Y escribir me ha dado suerte en todo. Lo que soy es precisamente por lo leído y por lo que he escrito.
 *Palabras leídas ayer 28 de septiembre en el evento organizado para celebrar el XIV aniversario de la Escuela de escritores de Tabasco.


  


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