La escuela, el mejor lugar
La escuela
es nuestro lugar común de desarrollo personal. En ella, sus aulas y sus patios,
tenemos de los mejores y regulares momentos de nuestra vida. Pasamos muchos
años en sus aulas y patios. En los planteles de educación básica, con los
maestros, aprendimos mucho de lo que sabemos, pero sobre todo, las bases, los
cimientos para continuar nuestra ruta de aprendizaje.
En las
aulas no importa el lugar que ocupamos (al frente, en medio o al fondo) tuvimos
la misma oportunidad de aprendizaje. Entre números y palabras, entre historias
y cuentos, fuimos conformando nuestro pensamiento para reaccionar mejor ante
cualquier circunstancia, para tomar las mejores decisiones, para entender lo
que sucede a nuestro alrededor.
En los
tiempos de receso anduvimos por las canchas, pasillos y patios. Nos congregamos
en grupo o parejas. O deambulamos en solitario. Nos metimos a su biblioteca. O
descansamos bajo sombra de sus árboles.
A manera de
ejemplo recuerdo que el sexto grado de mi escuela tenía dos grupos separados por género. A algunos compañeros,
quizá por inquietos, cuando el maestro (Ignacio) del grupo tenía que ausentarse
por horas, o cuando pedía permiso, nos dejaban encargados en el grupo del sexto
femenil. Era asunto de disciplina, me comentaría el maestro Ignacio algunos
años después, cuando me dio clases en la escuela Normal.
El caso es
que es en las aulas donde nos fuimos formando. Precisamente con la guía de los
maestros y maestras. En mi caso me tocaron docentes responsables. Y más que
eso, con actitud entusiasta en el trabajo de la enseñanza. Puedo nombrar a cada
uno de ellos. Y puedo describirlos. Siempre atentos, siempre con enjundia en
cada una de las actividades.
Las
canciones fueron parte importante del trabajo de primaria. Desde las de
Gabilondo Soler, el grillito cantor, hasta las canciones que relataban hechos
históricos, como los corridos al petróleo, a la Revolución mexicana, a Don Benito
Juárez y a Emiliano Zapata, entre otros. Y el teatro fue fundamento didáctico
para que, a manera de juego teatral, aprendiéramos otras tantas cosas, y
adquiriéramos seguridad de estar al frente.
En la
escuela Normal, donde estudiamos para trabajar dando clases, nos decían
nuestros maestros: aprendan danza folklórica, aprendan a declamar, a tocar
algún instrumento, aprendan teatro. Todo ello les servirá en su trabajo
escolar, para hacerlo más atractivo, para que motiven a sus alumnos.
Por
ejemplo, decían, “cuando haya dos o tres alumnos inquietos, de esos que no
dejan continuar la clase, de los que molestan a sus compañeros, actúen de que
están enojados, pero nunca se enojen. El que se enoja pierde y se enferma. Solo
actúen que están enojados”.
Nos
hablaron del trabajo docente, como un trabajo geográfico. Que habríamos de
trabajar en la sierra, en la montaña, en el altiplano, en las comunidades del
campo. Un maestro de español nos pidió que leyéramos El llano en llamas,
conjunto de cuentos de Juan Rulfo. “Para que conozcan la forma de pensar de las
personas que viven en el medio rural, sus razones para actuar, su manera de
entender la vida”. Y claro que hemos releído ese libro.
Todo esto
lo recuerdo ahora. Precisamente porque los directivos y docentes de las
escuelas saben de su trabajo. Y los alumnos se pasan sus mejores momentos de
aprendizaje con sus maestros cuando estos tienen habilidades didácticas y en
consecuencia son motivadores.
Siempre he
dicho y lo reitero: cumple con su función la escuela y el colegiado escolar cuando
los alumnos se ponen tristes cuando se
llega el viernes, y se alegran los domingos en la tarde cuando ya quieren que
amanezca lunes para asistir a la escuela. Dicho de otro modo: cuando el aula le
atrae por el trabajo entusiasta de su maestro. Lo contrario es un aburrimiento
y tedio permanente. Y eso es lo que
tenemos que reflexionar y combatir.
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