El Cochiloco
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Uno de los actores mexicanos más importantes de estos últimos años es Joaquín Cosío. Quizá su nombre no le diga nada, pero si menciono dos de sus papeles que ha interpretado, entonces de seguro sí, y evocará una sonrisa al recordar su magnífico trabajo actoral: "Mascarita", en Matando cabos, y "Cochiloco", de El infierno.
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Cuenta Cosío que hizo casting para tres películas a la vez: para Zapata, de Alfonso Arau, para Mascarita en la mencionada Atando Cabos y una película integrada por cortometrajes. El mismo día le notificaron qué había ganado los tres papeles. Y entró en conflicto para decidir en cuál se quedaba. Lo consultó con sus amigos. Coincidieron que se decidiera Zapata por su director Arau, la gran producción y el papel de un general revolucionario. Debería inclinarse por esta.
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Solo que él se enamoró del papel de Mascarita por lo bien escrito de los diálogos. Frescos, naturales. Además que la lucha libre siempre le había gustado desde niño. Y optó por esta película, Matando Cabos. Su intuición y búsqueda de respuestas en la vida hizo qué su decisión fuera la acertada. "Cuando optas por lo artístico nunca vas a perder", reflexiona. El caso es que la película Zapata fue un fracaso, y todo lo contrario Matando Cabos.
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La vida de Joaquín no fue fácil en sus primeros años. Su madre murió cuando él tenía un año. Su padre se había ido antes a los Estados Unidos en busca del sueño americano. Parte de un contingente de nueve hermanos, siendo el más pequeño, él quedó a cargo de unas tías qué se lo llevaron a Tepic, Nayarit, donde recibió una educación religiosa, y aislado de los demás niños.
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Ya de adolescente las tías se lo llevaron a Tijuana para entregarlo a sus hermanos mayores, a quienes no conocía. Ellos lo aceptaron bien, lo cuidaron. Y luego todos ellos, cuando Joaquín tenía 14 años, se fueron a Ciudad Juárez al reencuentro con su papá que ya había realizado el periplo de estar envuelto en el sueño americano y devuelto a la realidad mexicana, radicado en Juárez y con nueva familia, vida rehecha.
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Allí, siendo estudiante de prepa, influenciado por un amigo entró a un taller de teatro. Y en la Universidad de Chihuahua buscó y entró a otro taller de teatro. Estudió Comunicación. Trabajó como catedrático. Llegó a ser director de la carrera de Diseño gráfico. Y un buen día él torció el cuello de su cisne destino.
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Con la vida económica resuelta, participó en un casting en el que buscaban actores chihuahuenses por el acento norteño que necesitaban para la obra de teatro Felipe Ángeles, que se pondría en escena en la ciudad de México. Ganó el papel del mítico general revolucionario. Pidió permiso laboral y en la capital trabajó en la obra por seis meses. Al término de la temporada se quedó sin empleo y con la opción de volver a su confortable vida resuelta de catedrático destacado en la Universidad de Chihuahua o quedarse a cumplir su sueño.
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No pudo dormir varios días por tan importante decisión. Escuchó a su corazón y decidió quedarse en la Ciudad de México para buscar su sueño mexicano. Y de allí, con las viciscisitudes propias de la búsqueda de oportunidades y espacios en la escena, poco a poco fue labrando su trayecto.
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Reconoce que una parte importante de su desarrollo personal y concepto de la vida fue su participación en un taller literario de la universidad. Cuenta que escribe poemas. Que al llevarlos al taller y ser confrontado su texto con la crítica, se dio cuenta que hay que ser autocrítico. Que el texto siempre requiere mejora. Que la opinión de los que saben es distinta a quienes solo alaban diciendo que está muy bonito el texto. Y que todo ello lo trasladó al quehacer actoral.
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El papel del personaje que se representa en el teatro es solo una aproximación al original pensado y creado por el dramaturgo. Que siempre hay oportunidad de hacerlo mejor. De mejorarlo. Y que de todas maneras siempre será solo una aproximación. Todo esto lo aprendió en el taller literario.
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El Cochiloco es ameno en sus comentarios. Sus respuestas son inteligentes y agudas. Además naturales. Responde al bote pronto. Tiene imagen de duro, y más por los papeles que ha interpretado: luchador, narco, etc. Pero proyecta dulzura a pesar de él mismo y de lo duro de su vida. Al hablar es muy efusivo y sus manos se mueven como mariposas al vuelo. Dudo mucho al escribir "como mariposas", por la imagen tierna de estas. Y el contraste con su rostro. Y la imagen fiera que le reconocemos.
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Aunque precisamente ese contraste y su ser de fiesta, es el que logró reconocer en el guion el papel de Mascarita, de gracia y dureza, sentimientos nobles y sentimientos fieros, porque son los que lo representa a él en la vida real. "No me digas Mascarita". O el papel del Cochiloco que Damián Alcázar al saludarlo en el encuentro le dice "¡Gordo Martínez!". "¡No me vuelvas a decir Gordo. Ahora soy el cochiloco!", apuntándole de broma con una pistola en la cara.
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Cuenta que se ha encontrado en bares a personas que lo reconocen y que le provocan miedo. Le tiemblan las piernas. Uno que se le acercó en un bar le dijo "Nosotros somos los verdaderos (narcos)". Una mujer que lo reconoció y le pidió que le mentara la madre, como uno de los personajes. "No señorita, no puedo". "¡Ándele!". Bueno, pues, con todo respeto "@$#%&*". Y otro que le mandaba botellas.
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La falta sí, de los abrazos de padre y madre. No los tuvo. No los culpa porque no estaban. Y se quiebra al contar cuando salió de sexto grado y nadie acudió a acompañarlo. Y ver que cuando pasaban sus compañeros había porra de la familia y aplausos contagiosos. Y cuando le toca a él ni Porras ni aplausos. Inmensamente solo en ese trayecto. Solo que ahora en la distancia, le aplaudimos tantos quienes lo admiramos.
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La entrevista es con Jordi Rosado. La pueden ver en YouTube. Humo en misnojos entró varias veces, por lo emotivo.
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