En La jarochita

Puntual mi padre llegaba todas las mañanas al café La Jarochita, frente a la plaza Allende. Hiciera frío o calor, no faltaba. Allí se reunía antes del amanecer con sus amigos. Y luego ya a eso de las 7 30 cada quien a sus trabajos u ocupaciones. Él se iba caminando toda la sexta hacia donde le tocaba trabajar. En tiempos de congelacion lo mismo. Mi madre le preguntaba que a dónde iba, si trabajo no había. En invierno el pasto casi no crece. Amarillea. Él como quiera se iba luego de la respuesta. Aquí no hago nada. En la calle cuando menos algo debe pasar. Y así era. Lo veía alguno de sus patrones. Se detenía, lo saludaba y le daba un billete. Quizá de 50 de ahora. O se encontraba un dólar tirado. O pesetas. Lo que sí es que durante todo el año juntaba pedacería de cobre. Principalmente en alambre. Y en invierno lo encendía para que se quemara el plástico y venderlo por kilo. Nosotros, niños, nos maravillábamos con los colores de las llamas, azules, verdes y naranja. Por las tardes siempre regresaba con algo, alegre, satisfecho. Ya ves, le decía a mi mamá Leonor, si no salgo no consigo nada. En las mañanas del Día de Reyes nos despertábamos siempre con una esperanza, la de encontrar algún juguete bajo la almohada. Y siempre lo había. Un juguete y una bolsa con dulces, cacahuetes y mandarina. Ah, y en la temporada de huracanes estaba muy pendiente de las noticias. Principalmente de una estación de Harlingen que daba lo último en la posición de los huracanes. Entonces sacaba unos mecates gruesos y amarraba la endeble casa, de lado a lado, a unos árboles. Pasaban los vecinos por el callejón (6) y lo burlaban. El no contestaba. Y seguía con su tarea. Llegaba el huracán con sus fuerte vientos. Y la casa permanecía intacta. Y la de algunos que se burlaban quedaba sin techo.

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