Carta para Juan Solís Romero
Juan: anoche toqué tu hombro en sueños. Y volteaste y sonreíste con tu sonrisa apacible de muerto. Qué difícil palabra para todos, en cualquier circunstancia, y más cuando toca a un cercano. Sonreíste con esa tranquilidad que alcanzaste en vida. Y yo sentí que era real tocarte y tu sonrisa, y fue real hasta que desperté. Ya sabes, en los sueños los recuerdos se presentan de cien mil maneras. Hay nexos de imágenes que nos desconciertan. Mas soñarte, tocar tu hombro y que me abrazaras todo con esa sonrisa tan tuya, me dio la tranquilidad que anhelo, y que a veces pierdo, como cuando la noticia de tu partida.
Ahora el Día me pone nostálgico. De esa nostalgia que apachurra el alma. Y refiero a los sentimientos encontrados desde el 13 de abril próximo pasado: ya descansas, qué bien, más el apego punza el interior. Como un golpe rudo en el vientre. El apego que se construyó en cien mil uno momentos de nuestras vidas. Me llevas de la mano por primera vez a la escuela primaria. Orgulloso tú, padre que vislumbras en la pobreza lo sustancial de la enseñanza para un mejor destino de los hijos. Alegre yo que salía del universo de la casa y patio, al universo de la colonia y en ella la escuela. O los sábados que me llevabas al viejo y estrellado cine Popular, donde vimos muchas películas del oeste, entre ellas Veinte segundos para morir, de los Almada, comiendo palomitas o saladas pepitas de calabaza. ¿Quién mueve a las personas? Te pregunté ávido por develar desde la infancia el misterio. Y sonreíste: son imágenes, sólo imágenes, fue tu lacónica respuesta. O las veces que te acompañaba a la peluquería del mal hablado “Veracruzano”, de donde salía yo con mi corte de cepillo y con anécdotas y malas palabras aprendidas, que por cierto nunca uso -casi nunca. O mi acompañamiento en vacaciones o las tardes a tu trabajo, para hacerme el tonto como que te ayudaba, pero dejaba pasar el tiempo hasta que “teminábamos”, como la mosca en la cabeza del toro que mueve el arado.
Se fue poco a poco el tiempo. Sin prisa, pero sin pausa. Yo me quité del pueblo, Juan. Y cada año volvía para abrazarnos al igual que con Leonor, mi madre. A escucharnos de tanto en tanto y ponernos al día de las quinceañeras, las bodas, defunciones y demás que sucedía en la colonia. Hasta este fatídico 13 de abril que me mandaron un rayo fulminante con la noticia de tu muerte. Descanza en paz. Siempre nos dijiste: lo ajeno no es de uno. Y lo hacías patente como ejemplo al encontrar una billetera o piezas de oro que encontrabas en los jardines donde trabajabas y tocabas la puerta para entregarlas a su dueño. Eran bellos los jardines. Edificante el ejemplo. En esos jardines, como en la vida, sembraste plantitas del ejemplo, plantitas de la dignidad y honradez, plantitas de la tranquilidad y paz. Vaya, y a sonreír ahora, Juan. Que no hay padre que quiera ver tristes a sus hijos. Mi abrazo.
Ahora el Día me pone nostálgico. De esa nostalgia que apachurra el alma. Y refiero a los sentimientos encontrados desde el 13 de abril próximo pasado: ya descansas, qué bien, más el apego punza el interior. Como un golpe rudo en el vientre. El apego que se construyó en cien mil uno momentos de nuestras vidas. Me llevas de la mano por primera vez a la escuela primaria. Orgulloso tú, padre que vislumbras en la pobreza lo sustancial de la enseñanza para un mejor destino de los hijos. Alegre yo que salía del universo de la casa y patio, al universo de la colonia y en ella la escuela. O los sábados que me llevabas al viejo y estrellado cine Popular, donde vimos muchas películas del oeste, entre ellas Veinte segundos para morir, de los Almada, comiendo palomitas o saladas pepitas de calabaza. ¿Quién mueve a las personas? Te pregunté ávido por develar desde la infancia el misterio. Y sonreíste: son imágenes, sólo imágenes, fue tu lacónica respuesta. O las veces que te acompañaba a la peluquería del mal hablado “Veracruzano”, de donde salía yo con mi corte de cepillo y con anécdotas y malas palabras aprendidas, que por cierto nunca uso -casi nunca. O mi acompañamiento en vacaciones o las tardes a tu trabajo, para hacerme el tonto como que te ayudaba, pero dejaba pasar el tiempo hasta que “teminábamos”, como la mosca en la cabeza del toro que mueve el arado.
Se fue poco a poco el tiempo. Sin prisa, pero sin pausa. Yo me quité del pueblo, Juan. Y cada año volvía para abrazarnos al igual que con Leonor, mi madre. A escucharnos de tanto en tanto y ponernos al día de las quinceañeras, las bodas, defunciones y demás que sucedía en la colonia. Hasta este fatídico 13 de abril que me mandaron un rayo fulminante con la noticia de tu muerte. Descanza en paz. Siempre nos dijiste: lo ajeno no es de uno. Y lo hacías patente como ejemplo al encontrar una billetera o piezas de oro que encontrabas en los jardines donde trabajabas y tocabas la puerta para entregarlas a su dueño. Eran bellos los jardines. Edificante el ejemplo. En esos jardines, como en la vida, sembraste plantitas del ejemplo, plantitas de la dignidad y honradez, plantitas de la tranquilidad y paz. Vaya, y a sonreír ahora, Juan. Que no hay padre que quiera ver tristes a sus hijos. Mi abrazo.
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