Para corrección Laura Díaz

LA MUERTE DE MARIANO

Todos en la plaza corrieron al escuchar disparos: el cuerpo de Mariano González cayó boca abajo. Los policías, que hacían guardia en la agencia, salieron machete en mano. Pero el asesino había escapado.

- ¿Quién lo hizo? ¿Alguien vio hacía dónde se fue?, preguntaban mientras volteaban a Mariano para revisar si se encontraba con vida.

Él respiraba con dificultad apretando el pecho con una mano, intentando en vano detener la sangre que salía a borbotones.

- ¡Jefe, jefe, aguante, jefe; ahorita lo llevamos al doctor! 

- ¡Ayúdenme! vamos a cargarlo para la clínica!

Varios hombres corrieron para ayudar, pero Mariano había dejado de respirar; su mano soltó el pecho del que ya no brotaba nada.

-El que le disparó venía con esa mujer!,  gritó Felipe, el hijo de Horacio, que vivía por el arroyo. Los policías rápidamente la detuvieron para que les diera informes del asesino que, para ese momento, seguramente ya había salido del pueblo.

La mujer dio los datos del asesino. Resultó ser un ladrón de caminos que se encontraba escandalizando en la plaza cuando el ahora difunto se le acercó a pedirle que guardara el arma, y se retirara o iba mandar a encerrarlo, pues era en ese momento la autoridad. Al sujeto no le gustó que lo amenazara y sin pensarlo accionó su revólver en tres ocasiones hiriéndolo en el pecho, el brazo y el estómago. Solo la primera bala fue la que le provocó la muerte.

Por la noche, mientras velaban al muerto en casa de sus padres, los hermanos se reunieron para platicar sobre el suceso. Pedro, el hermano mayor, mientras sostenía su jarro lleno de café con aguardiente para soportar el frío, le sugirió a Filogonio, el segundo, que tenían que ir en busca del culpable. Enrique y Maclovio estuvieron de acuerdo. Mariano era el menor de ellos y para ese tiempo era agente municipal, un hombre bueno y justo, que solo había aceptado el cargo por petición de sus amigos, quienes le dijeron que necesitaban a alguien tranquilo como él, y ahora estaba ahí, en una caja mal hecha, por haber intentado poner orden.

Anastasio, el hijo de Pedro, les dijo a sus tíos que él también quería justicia y algunos primos se incluyeron, entre ellos Trinidad que era muy cercano a Anastasio. 

Una semana después del entierro de Mariano, once hombres salieron del pueblo rumbo a la capital del estado. Para ese tiempo acababa de pasar la revolución que había dejado estragos económicos y sociales muy grandes, de modo que el   gobierno nuevo estaba con miedo de que por algún lado hubiera grupos subversivos, pero no podía solventar el costo que le generaba la vigilancia, quizás. Por eso de aquel lado del sureste había zonas libres de federales.

Por momentos iban a caballo, después a pie.  Caminaron hasta llegar a Tapachula. Ahí subieron en carreta a una finca cafetalera, cuyos dueños tenían un protos de 4 cilindros y eran amigos cercanos a Pedro. Después de escucharlos, se ofrecieron llevarlos a la ciudad de Tuxtla Gutiérrez. El vehículo era pequeño y por momentos parecía detenerse por el exceso de pasajeros, pero era la única forma de llegar a su destino.

Al día siguiente de su viaje, estaban entrevistándose con el Sr. Amadeo Ruiz, gobernador de Chiapas, y le expusieron su deseo de pertenecer a los federales para vigilar la zona del sureste. Filogonio y Enrique se ofrecieron ser encargados del Soconusco; Pedro y su hijo, de Mariscal; Maclovio, de Comalapa, Trinidad y su hermano, de Chicomuselo. Los demás se agregaron a municipios que colindaran con Guatemala, Veracruz y Oaxaca. No pidieron sueldo, solo armas, capacitación y nombramientos.

A la semana siguiente, aquellos hombres que habían llegado de civiles, regresaban al pueblo como federales, con nombramiento de comandantes, armas y municiones suficientes para arrasar con los rebeldes. Pero en el fondo era lo que menos les interesaba: su objetivo principal se encontraba lejos, huyendo, escondiéndose entre el monte como un animal.

Cada uno de ellos organizó un contingente de policía montada en el municipio que se le había asignado. Pasaban con listas de nombres a las casas investigando, buscando rebeldes, traidores al gobierno; entre esos nombres habían anexado al asesino de Mariano. Alguien dijo que lo habían visto llegar al Zapotillo, que ahí tenía un tío lejano, pero cuando llegaron se había ido a Siltepec, después de eso tuvieron conocimiento que había huido a Comalapa, porque quería cruzar para Guatemala. Al enterarse de eso avisaron a Maclovio que reforzó la búsqueda impidiéndole el paso obligándolo a huir a La Grandeza.

Cuando el contingente se movió para detenerlo supieron que había escapado a Mezcalapa para salir por Rizo de Oro y escapar a Veracruz.

En ese lugar vivía don Clemente que ya sabía que atrás del homicida, pisándole los talones, venían los federales; él mismo organizó a un grupo que formó un cerco de vigilancia para evitar que cruzara al otro estado. Esa noche Pedro y su hijo Anastasio, acompañados de 30 hombres a caballo, llegaron a Mezcalapa. Para ese momento el asesino ya había llegado al otro pueblo. Los ahora federales apretaron el paso para alcanzarlo. Buscaron casa por casa hasta que en Rizo de Oro lo encontraron sobre una troje, arriba de las mazorcas.

- ¿De qué se me acusa?, se atrevió a preguntar

- ¡De estar en contra del gobierno!

- ¡Yo nunca me he sublevado al gobierno! ¡No soy subversivo!, gritó el hombre.

-Bueno, si no estás en contra del gobierno vete, corre antes de que te maten, le susurró Pedro en el oído.

El sujeto salió corriendo y, sin haber avanzado unos metros, tres disparos terminaron con su vida. ¡Qué coincidencia!: tres balas como a Mariano. 

- ¡Que sepan todos: rebelde que huye, las balas lo destruyen! ¡Viva el gobierno!  ¡Mueran los subversivos!, gritó el comandante

- ¡Mueran!, contestaron todos.

 

 

 

TERRIBLE

- ¡Ya no voy a defenderte de nuevo, tienes que aprender a comportarte! ¿Qué es eso de que a cada rato recibo regaño por tu culpa?, mamá me ha puesto un límite y yo no quiero que te alejen de mí, te quiero, eres mi mejor amigo. Murmuraba el niño mientras subía la ladera empinada para llegar a casa. A su lado un perro negro, metía la cola entre las patas y agachaba las orejas como entendiendo el regaño.

Arturo vivía antes de llegar al Zapotillo en una casa de madera. Era hijo único. Y aunque su mamá era regañona a veces lo consentía y le preocupaba que estuviera solo. No asistía a la escuela y tampoco convivía con otros niños porque las casas en el pueblo quedaban lejos unas de otras. Un día fueron de visita a casa de doña Procopia y ahí conoció a Terrible, un pequeño perro color negro con el cuero pegado al hueso y las costillas saltadas como tablas de marimba. Terrible, al ver a Arturo, agitó la cola y comenzó a ladrar moviendo la cabeza de arriba abajo topeando su pequeña mano. Ese día Arturo y su madre no regresaron solos: un perrito metido en un costal iba zangoloteando sobre la espalda del niño que iba feliz con su nuevo amigo.

- ¿Mamá, por qué la señora lo llama Terrible si solo es un perro pequeño?

-Sus razones tendrá para llamarlo así, espero que no sea por mañoso.

-Mejor apúrate, ahora que lleguemos subes a guardar la carne al tapanco y bajas los duraznos para la conserva.

Al igual que en la casa de Arturo, el resto acostumbraba tener tapancos en los techos para evitar que los gatos subieran a comerse los víveres y como era un lugar calientito ponían en cestos a madurar los aguacates y duraznos.

Doña Lagua, la señora que vivía cerca de la casa de Arturo, tenía hijos trabajando en la costa y seguido le mandaban camarón seco y lisas que la señora ahumaba y guardaba en un cesto arriba de su tapanco. Arturo siempre le preguntaba a Terrible:

-Terrible, ¿tú has comido pescado o camarón? ¿a qué sabrán los camarones? Imagino que a mar porque dicen que son muy salados.

Terrible solo observaba, pero no se quedó con la duda porque para la tarde se escucharon los gritos de doña Lagua que llamaba a Arturo para que viera la travesura que había hecho su perro. Terrible había trepado por la parte de atrás de la casa y subió trepando por el horcón hasta el techo, levantó la lámina del tapanco y se robó el cesto completo de pescados. No se los comió, pero los dejó todos mordisqueados. Ahí estaba en su misión de hurto cuando doña Lagua lo vio y empezó a seguirlo con la escoba. Para la tarde cuando la mamá llegó del huerto ya tenía a la vieja quejándose del perro y reclamando el pago.

- ¡Ahora entiendo porque te regalaron, eres más terrible de lo que aparentas!, refunfuñaba la señora mientras amenazaba al perro con el dedo.

Terrible creció en tamaño y en mañas, pero nunca engordó, aunque se la pasaba trajinando en todas las casas menos en la de Arturo, como si en el fondo supiera que si se portaba mal lo alejarían de su dueño.

Se metía en cada lío como cuando se robó el jarro de atole de doña Sheba. Ese día la señora bajó el jarro para limpiar su fogón y ahí estaba en el trajinar cuando vio un visaje que pasó entre las matas de toloache. Pensó que era una gallina que pegó el vuelo, pero al ratito vio que por el camino de piedra iba el perro con la cabeza metida en el jarro, golpeándose entre una y otra roca hasta romperlo. Mientras doña Sheba salía de su asombro y buscaba piedras para corretearlo, este se había sentado a lamerse el hocico y a comer el resto de masa pegada al traste.

Otro lío de Terrible fue en una fiesta patronal en la que todos los creyentes se reunían a preparar la comida. Acostumbraban matar varios borregos y hacían caldo de asado. En una tina especial cocinaban las cabezas con la piel quemada, las patas y las pancitas. En otra solo la carne en caldo con papas, chayotes y habas tiernas. La carne era para todos y las cabezas se repartían entre los organizadores. El perro esperó a que todos se fueran a la misa y de una en una las sacó de la olla. Cuando los mayordomos se dieron cuenta una jauría de perros se peleaba en el atrio por ellas y al fondo un perro negro, flaco como una marimba, se lamía el hocico y solo los observaba. Nadie pudo acusarlo, pero todos sospechaban porque sabían que entre todos el único terrible era él.

Un día, en la fiesta de don Pablo, el perro llegó al igual que otros a husmear al patio. Las gallinas desplumadas estaban sobre una tabla de madera a punto de ser destazadas para el mole. Terrible jaló una con el hocico y se las aventó a sus compañeros que comenzaron a pelear. Y mientras estos hacían bulla y los dueños salían a ver qué pasaba, Terrible corría entre el monte con una guajolota chamuscada en el hocico. Ese día no hubo carne para el festejo y don Pablo se emborrachó de puro coraje: ¡Voy a matar a esos perros cuando los vea!

Arturo tuvo miedo, porque sabía que el orquestador del asunto había sido su amigo, pero Terrible tenía una suerte tremenda porque nunca pudieron adjudicarle nada.

El tiempo pasó. Arturo dejó de ser ese pequeño niño que compartía tiempo con su amigo y al igual que muchos jóvenes del pueblo se fue a trabajar a las haciendas cafetaleras cercanas. Se iba por varios meses y, cuando regresaba, su madre y el perro lo esperaban ansiosos. Ambos se emocionaban cuando el joven subía rumbo a su casa.

Pero hubo un día en el que Arturo no llegó. La noticia del derrumbe de un cerro cerca del Tacaná corrió por los pueblos. Varios cortadores de café habían quedado sepultados, entre ellos el amigo de Terrible. De ese accidente nunca recuperaron los cuerpos.

El tiempo pasaba, las temporadas de corte terminaban una y otra vez. La madre de Arturo nunca aceptó la muerte de su hijo.  Ella y Terrible siempre esperaban en vano su llegada, hasta que la que llegó fue la muerte. Nadie supo cuando sucedió, hasta que una mañana un vendedor paso a ofrecer sus productos y ahí al lado de un fogón apagado estaban dos cuerpos momificados: una mujer abrazaba a un perro simulando calentarse con las brasas. Dicen que los mató el frío y es cierto. Pero no el del cuerpo, si no el del alma por la tristeza de perder a un hijo y a un amigo.

 

 

LLANA 

En la zona del Soconusco en Chiapas, hace mucho tiempo surgieron zonas cafetaleras que tuvieron su apogeo a principios del siglo XX. Entre estas zonas una de las principales fue la finca Santo Domingo, hoy ejido del mismo nombre del municipio de Unión Juárez. En el lugar permanece la casa grande, un inmueble de madera estilo alemán que un tiempo perteneció a Enrique Braun, pero después de la Reforma, en tiempos del presidente Lázaro Cárdenas, la hacienda pasó a ser un ejido. Antes de la expropiación era próspera y cada época de corte, bajaban de diversos lugares familias completas a emplearse de cafetaleros.

A las orillas de los cafetales se erguían grandes galeras en las que las personas se instalaban durante el tiempo del trabajo. Por la mañana se turnaban para preparar los alimentos y cuando los primeros rayos de sol asomaban todos se internaban en el cafetal con costales y canastos para facilitar el traslado de las cerezas. Después del corte los granos eran llevados al río en el que estaban las despulpadoras que convertían el café en pergamino. Generalmente eran las mujeres las que se dedicaban al lavado y desde muy temprano se les veía metidas en el río con el agua hasta las rodillas y los niños ayudaban a tenderlo en los patios para que el sol hiciera su trabajo de secado. Cada poco pasaban con rastrillos de madera moviendo el café para un deshidratado parejo.

Durante la época que mis bisabuelos trabajaron en la finca conocieron a muchas personas, a familias completas que llegaban de diversos lugares, algunos eran frecuentes y entablaban amistad. Otros solo eran temporales, pero igual llegaban a hacer un vínculo porque el trabajo duraba meses.

En esas galeras conocieron a una familia que vivía en la grandeza. Ellos tenían un hijo un poco raro: se llenaba la nariz con cerezas de café y solo respiraba por la boca. Un día un grano se le fue a la tráquea y se estaba ahogando. Los padres muy asustados lo llevaron a ensalmar con don Silvano que venía de Chicomuselo, por aquello del susto.

Un grupo de cinco muchachas era de las que nunca fallaban al corte. Llegaban desde La Estrella. Habían quedado huérfanas muy pequeñas y no tuvieron hermanos varones, pero nada las detuvo: cargaban cestos llenos en la espalda y eran de las que más sacos llenaban. Una de las últimas temporadas que se les vio solo llegaron tres; las otras dos habían muerto de fiebre española. Después de eso no se les volvió a mirar.

Otra de las familias que ellos mencionaban mucho era una de Guatemala que tenía tres hijas y la mayor de ellas se llamaba Llana. Ella era morena, chaparrita, tenía hoyuelos en las mejillas y su cabello negro largo siempre recogido en una trenza; sus hermanas eran más claras de color porque se parecían a su madre. Desde muy temprano la señora y dos de sus hijas se levantaban para apoyar en la cocina. De ese modo alcanzaban a desayunar y hasta guardaban alguna sobra por si les daba hambre en el transcurso del día. Pero la que nunca madrugaba era Llana. Casi siempre se quedaba sin comida porque cuando se levantaba ya no había nadie y la cocina quedaba cerrada. Pero a ella parecía no importarle porque volvía a regresar a su petate y rapidito se quedaba dormida. 

Llana era distinta a ellas en todo: era holgazana, chantajista, mentirosa y testaruda. Por las mañanas su padre le hablaba:

-¡Llana, levántate, vas a ayudar a tus hermanas a preparar el desayuno!

-¡Llana, levántate chamaca!_ pero Llana no se levantaba. Al contrario, roncaba más fuerte y eso desesperaba a su padre que sentía vergüenza que todos se enteraran de la flojera de su hija.

-¡Llana, levántate!_,  gritaba el hombre mientras sacaba un cinturón de cuero para darle una cinchiza. Pero Llana no despertaba ni con los cinturonazos del papá.

El pobre hombre agotaba todas las posibilidades de despertarla. En una ocasión hasta le tiró cubetazos de agua fría, pero todo era en vano: Llana jamás se levantaba.

Por la tarde, al regresar, la encontraban en la galera simulando ayudar en la cocina a preparar el café con la merienda, pero no era cierto, pues todo el día se la había pasado acostada y paseando en el jardín de la casa grande.

-Papá, hoy no me levanté, pero me hubieses recordado, tú sabes que yo tengo el sueño pesado, pero mañana si, te lo juro que mañana me levanto.

Eso era todos los días. El padre de Llana no le creía y en el fondo estaba preocupado porque eso no era normal. Llana era una muchacha casadera pero no tenía novio porque en las galeras se corría el rumor de su holgazanería.

Uno de los primeros días de noviembre, como de costumbre, todos se fueron a los cafetales, pero está vez sería diferente, al llegar por la noche a las galeras, las hermanas buscaron a Llana, pero no apareció por ningún lado. Primero pensaron que estaba escondida para no escuchar el sermón de su padre. Pero conforme avanzaba la noche se preocuparon y salieron a buscarla. Todos ayudaron. Llevaban focos de mano y linternas de las que se usan en la cabeza. Buscaron en los jardines, fueron hasta los cafetales y nada. La mañana llegó y Llana no apareció.

Dónde podían buscarla, si la extensión de la finca parecía no tener fin. Nadie había visto nada y si vieron prefirieron callar.

Los días pasaron. Legó diciembre y todos se reunieron para festejar la llegada de Navidad y año nuevo. Las galeras resonaban con vitoreos, risas y algarabía. Entre tanta bulla la familia de Llana la esperaba, no perdían la fe de verla llegar.

Para el mes de marzo todos regresaban a sus pueblos con la esperanza de volver en septiembre a los cafetales; la hacienda se quedaba casi en silencio, apenas unos cuantos empleados de planta que atendían la casa grande.

El tiempo siguió su curso. La finca se convirtió en ejido. La cosecha de café llegó a su fin. Llana nunca regresó. Pero cuentan varios pobladores que en los primeros días de noviembre puede verse la silueta de una mujer de cabello negro recogido en una trenza que atraviesa el jardín de la casa grande y se pierde en el camino empedrado que conduce al fondo del lugar.

DON TACHO

La mula llegó sola a la casa de don Tacho. Eso no era una buena señal, porque él jamás fue descuidado con sus animales, ni acostumbraba quedarse borracho tirado en algún lugar. Había salido del Porvenir el lunes temprano y debía regresar el sábado por la tarde. Su esposa sintió un vuelco en el corazón al verla llegar con la silla puesta y un poco inquieta, como si llevara noticias de su dueño.

Don Tacho era vendedor de tianguis y siempre llevaba una mula y un muleto cargados de ropa que llevaba a vender a Siltepec. Se ausentaba por días y regresaba trayendo víveres a la familia y cargadas las bestias de mercancía. Era un hombre educado, trabajador y muy responsable. Analfabeto pero muy inteligente. Vestía de manta, guaraches, sombrero y un cinturón de piel en el que cargaba un revolver por aquello de algún peligro. El lunes había salido muy temprano montando su mula pinta y jalando el muleto de carga como de costumbre; pero algo lo detuvo en el camino de regreso a su casa.

-¿Qué le habrá pasado a mi padre?, preguntó Livo, el segundo de sus hijos. El joven, con la respiración agitada, no ocultaba su preocupación. Rápidamente organizó a sus hermanos. Algunos tíos y vecinos se ofrecieron para ayudar en su búsqueda. Pasaron caminando por el pueblo con jorongos, sombreros y botas de hule para soportar el frio, porque en esa temporada las temperaturas bajan tanto que provocan heladas. La tarde estaba cayendo, el viento soplaba con fuerza filtrándose entre aquel grupo que se perdió entre pinos, abetos y encinos.

-¡Papaá, papaaá, papaaaaaá!

- Don Tacho, ¿me escucha don Tachoooo?

-Compadreeeeee. ¿Está por aquí compadreeee? Las voces se desvanecían con el viento dejando una estela de desolación, retumbando en el lugar.

La desesperación se hacía más grande mientras la noche avanzaba. Todos sabían que si don Tacho había caído del caballo y estaba por ahí tirado, cada minuto reducía la posibilidad de encontrarlo con vida.

Subieron rumbo a la empinada, que era el trayecto que debió usar para llegar a casa. Pasaron por la orilla del rio gritando y conforme las horas pasaban la niebla comenzó a descender como una nube blanca que se posaba sobre la tierra tapando toda la visión y si por allí había algún bulto tirado difícilmente podrían verlo. Así que se detenían alumbrando cada tronco, rebuscaban entre los arbustos y nada. De don Tacho no había señal.

Después de una larga y fría noche los primeros rayos de sol comenzaron a asomar. Los pinos formaban enormes columnas en las que rebotaban los gritos.

-¡Don Tachoooooo!

-¡Papááááá! El grito de papá sonaba lloroso, desesperante, encerrando frustración por la búsqueda infructuosa.

-Livo, aquí hay una mula de tu padre- gritó uno de los buscadores

- ¿Está ahí mi papá?, preguntó Livo, gritando, mientras corría con la esperanza de encontrarlo. Su corazón se agitaba mientras se acercaba. La voz se le quedo atorada en la garganta cuando llegó y vio que de su padre no había rastro.

El muleto estaba atado a un tronco. Sobre el lomo tenía el bulto de ropa que no se alcanzó a vender; bajo él, las alforjas aun guardaban el dinero de las ventas. Eso les dio la esperanza de encontrarlo con bien. Quizás había caído y estaba por ahí mal herido o probablemente se había detenido a descansar y la mula que montaba escapó y andaba por ahí buscándola sin saber que ya había llegado a casa. Unos trozos de carbón apagado indicaban que en ese lugar había acampado don Tacho.

-Debe estar cerca- gritó el tío Israel 

-Hay que buscar detenidamente, vamos a dividirnos de 3 en 3 y cada uno va a dirigirse en diferentes direcciones; no dejen de buscar entre el monte, atrás de los troncos. Que no quede lugar sin revisar.

Así lo hicieron, no tardaron ni diez minutos y el contingente que dirigía el tío Javier gritó "¡aquí está don Tacho!, ¡está tirado como muerto!"

-¡No lo toquen!, gritó Livo mientras corría desesperado con un rayo de esperanza por encontrar con vida a su padre. Se detuvo de golpe: desde la cabeza a los pies le recorrió la sensación de un balde de agua fría al llegar y ver a su padre inmóvil.

Don Tacho estaba boca abajo. Una mancha de sangre hacía un camino varios metros antes de llegar al cuerpo. Livo cayó de rodillas para levantar a su padre y al darle vuelta lo que vio le dejó el rostro desencajado. La piel de don Tacho estaba despegada del rostro, la ropa desgarrada como si lo hubiesen arrastrado hasta quitarle la vida. Sus manos y cuello estaban atados con un lazo. Livo abrazo el cuerpo rígido de su padre con fuerzas como queriendo devolverle la vida con su calor; por segundos lo soltaba y observaba. Sus ojos secos intentaban inútilmente darle forma a aquel rostro destrozado.  Cuando volvió a abrazarlo por tercera vez, sintió que de su espalda a la altura de la axila escurría agua. Al verse las manos llenas de sangre revisó y un orificio en su camisola indicaba que una bala había llegado por la espalda.

-Solo por la espalda atacan los cobardes papá -le susurraba Livo a su padre mientras acariciaba su rostro escoriado, -seguramente algún cuatrero quiso madrugarte y tú lo reconociste, papá.

El grupo de buscadores solo observaba mientras Livo y sus hermanos abrazaban y besaban a su padre. 

Los funerales de don Tacho se hicieron como en el pueblo se acostumbraba. Muchas personas llegaron a la casa a ayudar con los rezos. Las vecinas trajinaban en la cocina preparando el convite que se le da a los que llegan al velorio. La mañana del 14 de septiembre, una viuda y sus hijos caminaban sollozando detrás de una caja de madera rústica, madera que escondía con vergüenza el rostro lacerado de un padre, y bajo el féretro cuatro hombres que habían ayudado en la búsqueda cargaban el cuerpo. Entre esos 4 el cobarde que asesinó a don Tacho.

 

EL COMANDANTE CHEQUE

-¡Pelotón, caminen rumbo para el aguacateeee, yaaa!

Por el cerro de Los borregos, cuesta arriba, va un contingente como de quince hombres que con la cara en alto y el pecho levantado marchan a la voz de don Cheque.

-Pelotón, giren rumbo para el río, yaaa- se oye de nuevo la voz y todos cambian de rumbo en dirección al río.

Antes de eso, el mismo grupo regresaba del pueblo con unos tragos encima y para divertirse un poco pasaron por la casa de don Ezequiel Roblero, que se encontraba cepillando una mula flaca y garrapatosa que acababa de comprar. Los muchachos conocían el temperamento del señor y para reírse un poco uno de ellos le preguntó

- ¿Y esa mula don Cheque, de dónde la sacó?

- ¿Cómo que de dónde? ¿me ves cara de ratero?; obvio que la compré.

- ¿Le vendieron esa mula? ¡pero si está toda flaca y garrapatosa!

-Pues sí, pero aun así con todo y garrapatas es mía .

-Don Cheque, ¿y en cuanto se la rempujaron?

Don Ezequiel con mucha seriedad y un poco de molestia se voltea y moviendo la mano en ademán de cuestionamiento, le dice:

-A ver, explícame chamaco, porque yo ya busqué esa palabra rempujar y ni en libros ni diccionarios aparece; explícame qué quiere decir.

Todos se tiraban grandes risotadas, mientras el señor se volteaba muy enojado a seguir cepillando su mula.

En realidad, él no sabía leer. Era un viejo que en su juventud fue revolucionario y sirvió bajo el mando del comandante Ezequiel Padilla, a quien le decían comandante Cheque y de él adoptó el sobrenombre. El ser analfabeto no le restaba mérito porque siempre fue muy listo. Cuando la revolución estaba en su apogeo aparentaba estar en los dos bandos. Siempre apoyó a los revolucionarios y tenía en su casa las fotos enmarcadas de Emiliano Zapata, Carranza, Francisco I. Madero y cuanto personaje admirara. Pero cuando los federales pasaban por el pueblo, rápido volteaba los cuadros pues en la parte de atrás tenía fotos de los federales y se paraba en la puerta a gritar "¡vivan los federales, viva el gobierno!". Y en ocasiones hasta les mataba gallinas para darles de comer.

Todos sabían que el señor era de pocas pulgas, testarudo, refunfuñón y hasta grosero. Era tan terco que en ocasiones, después de haberse tomado sus alipuses, se le subían los ánimos y comenzaba a escandalizar, motivo por el cual lo encerraban en la cárcel ejidal. Solo que para llevárselo necesitaban a más de 4 policías, porque el señor pataleaba, pegaba y tiraba mentadas al por mayor. Pero eso no era lo difícil. Lo peor era al siguiente día cuando ya estaba en juicio y lo querían liberar.

- ¿Ah, ahora sí, ya me quieren soltar?, ¿no que muy machos? Ahora no me voy, como ya robé, ya maté, ya cometí delito grave, como para que me encierren, no me voy. Ahora manténganme, cabrones. Yo no me voy, y no me voy.

Las horas pasaban y el viejo seguía gritando.

-Heeeey, tengo hambre ¿a qué hora me traen comida? ¡órale pues, manténganme! 

Como las autoridades ya sabían que siempre era lo mismo, le dejaban la puerta abierta y hasta que se le daba la gana se iba. Eso sí, se iba lanzando mentadas por todo el pueblo. A muchos les divertía las aventuras de don cheque por eso pasaban a molestarlo cada que podían como en esa ocasión que los muchachos lo molestaron por su mula. Los muchachos aun riéndose le dijeron.

-Ya pues, no se enoje don Cheque, mejor diríjanos, somos varios. ¿No que usted es comandante? Entrénenos por si volvemos a hacer otra revolución debemos estar preparados.

Don Ezequiel fingiendo enojo, pero sintiendo cierta complacencia les dijo:

-Está bien, pero nada de juegos, yo soy un hombre serio.

-Si don Cheque, usted no se preocupe.

- ¿Cómo, don Cheque? Cuando se dirijan a mi lo hacen como el Comandante Cheque

Mientras los hombres se reían, el viejo entró a su casa y sacó un bejuco grueso como de dos metros de largo y amenazó mientras lo azotaba.

-Todos cuadrados, porque si no llevan sharpo

Los borrachos al escuchar eso se pusieron formaditos, aguantándose las risas mientras el ahora comandante gritaba:

-¡Firmes todos! ¡cara levantada, panza salida, culo pa dentro! ¡guarden la distancia!

Decía eso mientras pasaba el bejuco adelante y atrás de cada uno para obligarlos a estar firmes. Pobre de Sixto que era panzón y nalgón, a cada rato llevaba sharpo.

- ¡Pelotón, rumbo para el cerro de Los borregos! ¡yaaa!

Los pasos del regimiento resonaban en la tierra seca levantando polvo mientras avanzaban marchando. Para ellos era un juego. Pero no para el viejo. Lo hacía recordar  sus días de gloria en la que no comandó grupo alguno, pero sí fue de los muchos revolucionarios que lucharon para recuperar las tierras.

La voz del comandante y la marcha del pelotón se perdió entre los pinos. Al poco rato cada uno se marchó a su casa y allá entre el camino solo se vio bajar a un viejo malencarado usando de bastón un viejo sharpo.

 

 

LOS PASTORES

-No se vayan a dormir de nuevo, ayúdenme a buscarlo, si no volvemos con él nos van a castigar. Les decía Mali a sus primos mientras empujaba del brazo a su hermano.

-Que más castigo que dejarnos afuera sin comida-, contestó Mica

El aire se colaba entre sus viejos abrigos como si no tuvieran prenda encima y envolvía sus pequeños cuerpos como cobija hiriente que laceraba su piel. Los pies partidos de los talones metidos en guaraches de cuero llegaban a punto de adormecerse por el frio que daba la noche. A lo lejos aullaban los coyotes mientras los perros ladraban desde el otro extremo del cerro.

-No soporto más, vayamos a casa-, dijo Domingo.

-Nos van a dar de cueros-, contestó Berty.

-Lo prefiero antes de morir aquí.

Mica, el más pequeño de los varones tuvo una idea:

-Vamos despacio para que no nos escuchen llegar, nos metemos a la cocina, y antes que despierte nos vamos.

El grupo de 7 niños caminó rumbo a la casa; cruzaron sobre el tronco que atravesaba el río que bajaba hacia el Zapotillo, agarrándose uno de otro para no resbalar. Por momentos se detenían procurando no pegarse mucho a los encinos, por eso de las ocoteras que acostumbran esconderse entre los huecos de los árboles. Una hora después bajaron por la vereda hasta atrás de la casa. Se acercaron sigilosamente y escucharon unos ronquidos que parecían el ruido de los tamales de hoja de milpa cuando estaban en pleno hervor. Por momentos se detenían y volvían a avanzar.

-Le pusieron tranca a la cocina, no podemos entrar-, dijo Mali sollozando, tratando desesperadamente de abrir.

-Ya no empujes porque se van a despertar-, sugirió Nesho, enojado.

Mica temblando de frío se metió al horno de pan atrás de la casa y todos lo siguieron.

La mañana llegó coloreando los campos de un verde profundo. Las hojas de pino dejaban caer grandes gotas deshieladas que les había dejado el rocío. El panorama era hermoso, pero contrastaba con la escena de los niños al interior del horno: sentaditos, recargados uno de otro dormitando, llenos de tizne, con el cuellito de lado y la boquita abierta como los pajaritos que esperan comida

-Vámonos, ya van a despertar-, dijo Berty, mientras zangoloteaba a sus primos que estaban profundamente dormidos.

Uno a uno bajó de un salto y corrieron al campo a reiniciar la búsqueda. El día anterior habían perdido un borrego del rebaño y mientras no lo encontraran no podían volver a casa.

-Tengo hambre-, murmuraba Domingo a cada rato.

-Apúrate a buscar para que lleguemos pronto a comer, yo también muero de hambre, desde hace rato mis tripas están chille y chille-, murmuró Mica sin voltear la mirada porque, más que las tripas, le chillaban los ojos. Mientras tomaba la mano de Mali le dijo: 

-No te preocupes hermanita, ahora que pasemos por la huerta de Dogavier pasamos a cortar unos duraznos, allá tiene unas matas bien cargadas de fruta.

Por ratos se subían a algún cerro para observar desde arriba si podían ver a la oveja perdida.

-Allá está, en la huerta del tío Moisés-, gritó Nesho poniéndose las manos sobre los ojos para tapar el sol que para ese momento calentaba tanto como quemaba el frío.

Los pequeños pies se movían a prisa enredándose entre el monte, la tierra se desmoronaba bajo los guaraches de cuero; corrían, resbalaban y volvían a correr. Tenían que llegar antes que el borrego se moviera de lugar o, peor aún, antes que el dueño llegara y les cobrara los daños a la huerta.  

Brincaron sobre los brotes de repollo (que apenas empezaba a crecer) y al final de la cerca estaba el borrego con la barriga llena casi timpanizada. Lo cargaron entre 4 y en todo el trayecto se turnaban. El borrego pataleaba y en sus intentos de zafarse de sus captores, con las pezuñas arañaba y golpeaba los brazos de los niños. Pero ellos solo se reían porque sabían que por fin irían a casa a comer.

Pasando el medio día llegaron a casa, reunieron al borrego con el resto de la manada y, aún con miedo, entraron a la cocina.

El fogón estaba apagado. En el comal una cacerola con agua de chile seco. Sobre el molino solo las moscas rondaban las minúsculas migajas de masa que habían caído bajo la tolva. 

-No nos dejaron comida-, murmuró Nesho, mientras buscaba entre los trastes.

Al poco rato se escucharon voces y carcajadas que se acercaban, pero pasaron de largo rumbo al otro pueblo. La noche cayó de nuevo y así con la panza vacía los dominó el cansancio.

A la mañana siguiente un jarro humeante de café, papas hervidas y agua de chile seco los esperaba en la mesa. Los niños devoraron las papas con desesperación, como el banquete más delicioso jamás probado en su vida. Todos sabían que esa escena se repetiría indefinidamente al igual que los castigos. Pero en ese momento no importaba más que saciar el hambre que los había acompañado desde el día anterior.

La mañana del diez de mayo, unas mulas subieron el cerro que conduce a Motozintla. Sobre los costados dos costalitos iban amarrados, uno de cada lado. En su interior unos niños acurrucados sollozaban. Cuando pasaron por la escuelita del pueblo, en la bocina resonaba: "a continuación, tenemos la participación de Mica, que nos trae una bonita poesía dedicada a su madre.  ¿Mica, se encuentra Mica por aquí?"

Para ese momento Mica y su hermana iban en un costal a encontrarse con ella.

 

PISCUICIO 

Al lado del fogón, cerca del calorcito que emanaba de él, un gato con la cara tiznada y los ojos entreabiertos se acurrucaba para pasar el frio. Su pelo amarillo percudido le daba la apariencia de ser un gato viejo y triste.

- Que no los engañe esa cara-, gritaba la abuela mientras agarraba la escoba y la sacudía frente al gato que de mala gana y con flojera se movía.

- ¡Fuera gato!, no vayas a madrugarme de nuevo con mi carne.

Piscuicio era el gato de mi bisabuela. Pero ahora vivía en casa de mi abuela. Era algo así como una herencia familiar. Dicen que se lo regalaron en la finca cafetalera en la que conoció a mi bisabuelo, pues ellos trabajaron ahí. Él fue capataz y ella empleada doméstica. Un día, ya de grandes, fueron de visita y de ese viaje se llevaron a Piscuicio. Mi bisabuela decía que su mamá tuvo un gato igualito en mañas y color y se llamaba Piscuicio. De allí surge el nombre.

-Bonita herencia me dejó mi madre-, gritaba la abuela mientras bajaba un poco de carne seca que colgaba de un morral en la viga del techo. Cuando el abuelo mataba borrego la carne se salaba y ahumaba para conservarla. 

Mi abuela la colgaba en alto para evitar que Piscuicio se la comiera, pero para él no había imposibles, porque cuando se lo proponía subía a la viga y con sus dientes cortaba el lazo y se llevaba un buen trozo de carne. Ella estaba harta de los perjuicios del gato, pero nunca se deshizo de él. Creo que en el fondo también disfrutaba de las mañosadas del viejo felino. Aunque más que travesuras, era una forma de subsistir porque, al igual que a nosotros, muchas veces lo dejó sin comer.

Para hacer el caldo la vieja contaba una porción para cada chamaco porque la comida no se desperdiciaba, pero cometía el error de nunca contar al gato. 

-Chamacos, voy al arroyo a lavar las papas; cuiden la comida porque por allá anda Piscuisio. Pobre de ustedes que dejen que agarre carne porque se quedan sin comer.

Nosotros cuidábamos un ratito y al momento ya andábamos jugando, empujándonos o hasta dándonos de moquetazos porque no queríamos hacer turnos, momento que Piscusio aprovechaba y, aún  con el agua hirviendo, metía la mano y con la garrita alcanzaba a sacar la carne. Solo quedábamos viendo al gato que parecía malabarista golpeando la carne entre una pata y otra para no quemarse. Cuando eso pasaba nadie le decía nada a la abuela, pero al momento de servir se daba cuenta y nos daba una corretiza con un látigo y de castigo solo comíamos caldito con verduras. Y si al siguiente día se le pasaba el coraje deshebraba las presas y nos daba taquitos con unos cuantos hilos de carne. Ese Piscuicio nos dejó sin comer mucha veces.

Las noches en casa de los abuelos eran muy frías, aunque no sé si era la temperatura o la ausencia de nuestros padres que se habían ido a trabajar lejos dejándonos a mis primos, hermanos y yo a cargo de los abuelos. Habíamos de todas las edades hasta una bebé de 4 meses. Todos, a excepción de ella, dormíamos en la cocina cerquita del fogón: tendíamos cartones, costales y arriba las cobijas. Nos acomodábamos acurrucaditos y hasta Piscuisio se metía entre nosotros para agarrar calor. Nos peleábamos por abrazarlo. A veces hasta nos mordía y ya nos quedábamos quietos. Cuando el frío era muy intenso, la abuela dejaba prendidos unos carbones para que nos calentara un poquito.

Una de esas noches en la que hasta el gato fue castigado sin comida, nos acostamos con las tripas rechinando, pero el sueño nos venció. De pronto nos despertaron gritos desesperados:

-¡Niñooos despierten!, ¡levantenseeeee!-, gritaba la abuela sacudiendo nuestras cobijas- ¡La casa se quema!, ¡apúrense!

Mi prima Sara no despertaba y la jaló del pelo hasta la puerta. Todos sin saber qué pasaba corrimos como pudimos mientras el abuelo intentaba sacar algunas cosas.

Los vecinos comenzaron a llegar con cubetas y corrían al arroyo del que apenas podían sacar agua porque tenía encima una gran capa de hielo. En pocos minutos la casa estaba reducida a cenizas.

Mi abuelo siempre fue un hombre fuerte. Pero ese día lo vi desplomarse al suelo y, empuñando las manos, sollozaba. La abuela, que era una vieja regañona y malhumorada, estaba sentada sobre un tronco con la cara agachada. Lo habían perdido todo. Solo les quedaba una fila de mocosos con la cara tiznada que los veían sin decir nada y una bebé envuelta en un rebozo y metida en un canasto que dormía chupándose la mano.

Esa noche nos fuimos a dormir a la casa del tío Silvano. Bueno, no dormimos, porque ni siquiera nos metieron a la casa. Estuvimos en una galera hasta que llegó la mañana. Apenas aclaró un poco nos fuimos con los abuelos a ver si algo podíamos rescatar. Hasta ese momento no habíamos pensado en el gato. Mi hermana Irma fue la primera que dijo "ahorita que vamos a la casa ayúdenme a buscar a Piscuisio", pero no hubo necesidad de buscarlo, porque al llegar a la casa, el abuelo se puso a investigar el origen del incendio y todos escuchamos atentos cuando le dijo a la abuela  que por la noche el gato intentó subir a la viga para alcanzar el morral de carne, y de seguro al brincar desde el fogón no alcanzó el techo y cayó sobre el comal que se hizo de lado y giró atrapándolo. En su pataleo para intentar salir aventó las brasas con las patas y cayeron sobre un mazo de ocotes que se usaban para avivar el fuego. En un instante el fuego se extendió a los leños apilados al lado del fogón y eso  ocasionó el siniestro.

La abuela no dijo nada. En realidad no tenía nada que decir. Nosotros nos mirábamos y llorábamos mientras mis hermanos sacaban aquel cuerpecito quemado que tantas alegrías nos había dado y nos había hecho ligeros los días que extrañábamos a nuestros padres.

Mi abuelo se retiró un poco para llorar. Nunca supe si lloraba por la casa, por el coraje que le provocó el incendio o por la pérdida de aquel gato que en su última travesura acabó con todo, hasta con nuestra alegría.

 

 

 

LOS CERROS 

Cuando era niño, solía sentarme a observar el paisaje mientras pastaba las ovejas de mi padre, aunque me costaba un poco, desde el Porvenir, subir al cerro del Malé, que es uno de los más altos de Chiapas. Allá el frío es tan intenso que pareciera congelarte los huesos. Cuando el sol sale y comienza a calentar, la niebla que en las noches besa la tierra, parece convertirse en nubes que lo rodeaban como un gran aro de algodón. Estando ahí yo imaginaba que ya había alcanzado el cielo. Puedo jurar que no existe en el estado otro cerro más alto y más imponente que el Malé. Tenía un verdor intenso y muchas piedras que nos servían para descansar mientras las ovejas mordisqueaban el pasto.

A veces iba conmigo mi hermano Antelmo y, allá en las alturas, hacíamos una pequeña fogata para calentar el café. Ahí mismo hervíamos las papas que arrancábamos en la huerta y cargábamos en un morral de manta.

Nunca supe cómo soportábamos el intenso frío si apenas usábamos camisas de manta y pantalones cortos de terlenka, que mi madre compraba grandes y nos tardaban años, hasta que nos llegaba debajo de las rodillas. Y como éramos muy flacos ni nos apretaba y si engrosábamos solo le abríamos el cierre y lo amarrábamos con un hilo. Ese mismo pantalón lo usaba el siguiente hermano. Yo tuve la fortuna de ser el segundo así que la ropa que me tocaba no era tan vieja. A los que sí les tocaba de varios usos era a los más pequeños, entre ellos a Antelmo, y cómo no, si éramos trece chamacos y el dinero no alcanzaba.

En ocasiones, mientras las ovejas comían, nos tirábamos al suelo y empezábamos a buscar imágenes en las nubes. Pero también lo hacíamos con los cerros donde pastoreábamos. Los del Porvenir tienen vista desde el Zapotillo, y cuando subíamos el cerro de enfrente escuchábamos el aire que pasaba hasta el otro lado colándose entre los pinos, moviéndolos hasta hacerlos bailar al mismo ritmo creando una música que rompía el silencio.

-A ese de allá le llamaremos el coro, escucha el sonido-, le dije a mi hermano.

-Hasta tiene la forma de un grupo de cantantes parados pegaditos unos con otros y ya así juntitos hacen una fila larga-, contestó Antelmo.

Él decía que veía una piedra a lo lejos que daba la vista de un rostro con la boca abierta, como si estuviera cantando. Qué imaginación teníamos que hasta nos parábamos bien rectos e imitábamos el porte de los cantantes del coro. En ese lugar, por andar jugando, varias veces los borregos se iban a las huertas, y nosotros jalábamos nuestro morral y corríamos a buscarlos hasta que los hallábamos bien tranquilos, comiéndose las matas de papa. Solo nos reíamos a carcajadas mientras sacábamos la lengua del cansancio. Tuvimos suerte: nunca se nos perdió ninguno, siempre regresábamos con la manada completa.

Otro día, después de una larga caminata, nos sentamos a descansar mientras comíamos duraznos socatos que habíamos cortado terreno atrás. 

- ¿Oye, ya viste que aquel cerro tiene forma de borregos?

-Son dos. Uno camina atrás de otro, mira bien: aquel árbol grande parece la panza y el otro delgado mas alto es la cabeza

- Sí, y se ve otro atrás.

Mi hermano no estaba equivocado, dos borregos verdes parecían estar frente a nosotros rígidos como estatuas.

-Desde hoy será el cerro de Los borregos.

Ahora ya teníamos dos cosas en que entretenernos porque frente al coro estaban los borregos y a veces, cuando el aire era muy intenso, el murmullo se escuchaba imponente y nosotros gritábamos: 

-¡Canten más fuerte para que escuchen los borregos!-,  y el coro parecía obedecernos mientras nosotros estábamos risa y risa. Rara vez al pastoreo nos acompañaba mi padre. Cuando lo hacía no jugábamos, pero nos entreteníamos escuchando sus historias. En una ocasión sentados, calentando el café, habíamos bajado del Malé, y estábamos un poco cansados; mi padre miró nuestros pies descalzos y dijo:

-Vamos a descansar un poco porque ya no aguanto caminar. 

Obvio que era mentira, solo disimuló para no hacernos sentir mal. En el fondo creo que le avergonzó vernos sin zapatos porque se sentó y se puso serio. Mi hermano y yo nos miramos con cierta complicidad y empezamos a hablar para distraer a mi papá.

-Mira Antelmo, allá en esa vereda tan larga como sube y baja la gente, el aire es tan fuerte que parece que van a volar con todo y carga

Lo que él señalaba era un camino que empezaba desde La Grandeza hasta Llano grande, pasaba por Malé y llegaba al Porvenir.

Desde donde estábamos podíamos ver que unos bajaban a Llano Grande trayendo muletos cargados de papas, duraznos y hortalizas. Otros con mecapal traían habas verdes para cambiarlas o venderlas en el pueblo.

Pero los que iban subiendo al Malé llevaban cestos con repollos o cubetas de duraznos en la cabeza, también cargaban costales, solo se les veía de espaldas subir con trabajo la carga.

-Mira: aquellas mujeres como llevan las manos ocupadas el aire les levanta el vestido dijo Antelmo.

-Vamos a llamarle el cerro "Mira Culos", ja ja ja.

Nos reímos tanto que hasta mi padre soltó la carcajada. Desde ese día lo llamamos así y con el tiempo la gente también lo hizo.

Los años pasaron, la crianza de borregos se fue perdiendo, los pueblos se modernizaron, nosotros crecimos y nos mudamos a vivir a otro lugar, mi padre murió y esa tierra lo guarda, Solo quedó el recuerdo en los cerros que siguen erguidos como si fueran eternos. Sobre ellos dos borregos, un coro que canta y canta con el viento mientras en el Mira Culos la gente sigue subiendo y bajando, subiendo y bajando, como si la vida nunca pasara.

 

 

NOS QUIEREN QUITAR LAS TIERRAS

- ¡Maestro, maestro, ayúdenos por favor, nos quieren quitar las tierras!-, llegó corriendo y suplicando ayuda don Manuel Sánchez hasta la casa ejidal donde se encontraba el maestro Oliverio impartiendo clases. El profesor había sido contratado para castellanizar y alfabetizar a los adultos de la comunidad. Pero claro, entre sus alumnos también había chamacos que tenían ganas de aprender y en ese momento el lugar estaba repleto de alumnos que escuchaban atentos y sorprendidos.

- ¡Ayúdenos maestro!-, repetía continuamente don Manuel.

- Explíqueme con calma la situación-, contestó el maestro.

-Vino Miguel de Amaitic a dar aviso que los de San Antonio Catarralla, la Providencia y San Miguel, andan con un ingeniero tumbando árboles ¡y les están asignando nuestras tierras a ellos, ¡ayúdenos por favor!

Mientras el maestro recogía sus cosas, los alumnos corrieron a sus casas a comunicar lo sucedido. Al poco rato ya había un numero como de 500 personas entre hombres, mujeres y chamacos armados con palos y machetes.

Antes de ese día, todos los ejidatarios habían mantenido al maestro excluido de los asuntos del lugar, porque el sacerdote encargado del área, les instruía "no permitir a ningún kashlan en el ejido para que sus costumbres no fueran afectadas", pero en ese momento él era su única opción.

El contingente caminó apresurado hasta llegar a los linderos y ciertamente, un ingeniero dirigía el reparto.

-Momento señor Ingeniero-, dijo el maestro, - antes de continuar, enséñeme los papeles que lo faculta para hacer lo que hace, el ejido no ha sido notificado para tal acción.

El maestro trató de dialogar con un hombre terco, aferrado a continuar su trabajo y se negó a darles una prórroga para que el comisariado presentara los documentos que demostraran la legalización del ejido.

Dirigiéndose a don Manuel que era el comisariado y el único que hablaba español, alzó los brazos agitándolos y dijo: 

–No hay acuerdo, señores-. Esa era la señal que daría para que el traductor se comunicara en tzeltal con todos y se movilizaran. La turba se alborotó como hormigas cuando les destruyen el nido y en un momento habían hecho un cerco humano, arrebataron las cosas del ingeniero entre estas el teodolito, el estadal y el maletín con todos los documentos. Se las llevaron a la Agencia municipal de Peña Limonar obligando al ingeniero a dialogar.

El resto del grupo rodeó amenazante a los que acompañaban al ingeniero superándolos en número, pues entre los tres ejidos solo eran como 100 sujetos.

Los habitantes estaban preocupados, pero el maestro era un hombre que conocía mucho de temas agrarios. Él desde joven tuvo una filosofía agrarista y había sido mediador de conflictos en comunidades de Chiapas y Tabasco. Y desde hacía mucho pertenecía a la Confederación Campesina Independiente CCI.

Esa misma tarde se convocó a la asamblea y todos deliberaron que el comisariado debería ir acompañado del maestro a la capital a solicitar copias de la legalización del ejido, porque ellos no tenían nada, nunca se preocuparon por darle seguimiento a los trámites. Desde luego los otros ejidos lo sabían y por eso querían quitarles las tierras.

Al día siguiente una comitiva partió primero a la ciudad de Tuxtla Gutiérrez para hacer el trámite de incluir como ejidatario al maestro, para que pudiera, como parte de la comunidad, presentarse en la ciudad de México y darle continuidad a la legalización de las tierras. Los ejidatarios pusieron toda su confianza en aquel joven maestro de vestir sencillo al que no le entendían ni una palabra, pero era la única opción que tenían.

Llegaron muy temprano a la Procuraduría agraria en la ciudad de México, con la esperanza de una favorable respuesta.

-Buen día Señor. Vengo del ejido Peña Limonar a solicitar copias de los documentos de legalización de las tierras. Por favor ¿podría atenderme?-, dijo el maestro.

El sujeto se quedó mirándolo de arriba abajo y le dijo:

- ¡Mira, negro guarachudo, a mí háblame bien o te me vas por donde viniste!

- Señor, venimos desde muy lejos. Por favor, atienda nuestra solicitud.

- ¡Yo los atenderé cuando se me dé la gana!, no me interesa de dónde vengan.

El maestro no dijo palabras, solo sacó su credencial de la CCI y el sujeto inmediatamente cambió de parecer y con una amabilidad que antes no mostró, los envió a Fray Servando y Teresa de Mier; en ese lugar les proporcionaron un oficio y de ahí los dirigieron a rezagos en Oaxaca.

-Hoy fue un día productivo, Don Manuel-, le dijo el maestro, mientras caminaban por la Alameda, sin comer y sin un lugar para dormir. El dinero se les había terminado.

-Maestro, ¿Cómo lograste que te atendieran? A nosotros nunca nos hacen caso.

-Lo sé, don Manuel, la gente piensa que por ser pobres no tenemos valor y no entienden que por no darnos ese valor somos pobres. Nunca se deje intimidar por nadie-, dijo Oliverio sentándose para dormitar un poco

A la mañana siguiente mandaron un telegrama a Tenosique, Tabasco, el lugar más cercano para comunicarse con el ejido, para que les enviaran dinero a través de un giro postal. Al recibirlo inmediatamente viajaron a Oaxaca, llegaron a la calzada Porfirio Diaz a la oficina de rezagos por la noche, y fue precisamente hasta las doce que les dieron los papeles que tanto buscaban.

Regresaron a Peña limonar con una gran noticia: el ejido aparte de estar legalizado tenía una demasía de 2000 hectáreas, las que posteriormente repartieron a descendientes de los ejidatarios y hasta los hermanos del maestro entraron al reparto. La gente estaba feliz y agradecida con el logro, mataron una vaca para celebrar en comunidad, ese día coincidió con el de San Antonio de Padua. A partir de entonces cada año uno de los ejidatarios donaba una vaca, y la celebración se hizo feria con el tiempo. Las nuevas generaciones no saben que el santo patrono fue testigo del nacimiento de una nueva comunidad que incluía a indígenas y kashlanes demostrando que en ninguno cabe diferencia alguna.



PEÑA LIMONAR

Cursaba yo la carrera de derecho cuando en el cuarto semestre me tocó llevar la materia de Sociología y Antropología. A uno de mis docentes se le hizo importante entrevistarme al saber que yo pertenecía a una comunidad indígena de la que siendo niña salí y nunca regresé. Y con curiosidad me pidió le hablara un poco de mi pueblo.

"Mis ojos vieron su primera luz sobre tierra tzeltal, un pueblo mayense que vive en el corazón de la selva. Ahí entre gorgoreos de pavos y piar de polluelos, doña Juanita la abuelita de todos, me recibió a la luz. Desde que tuve uso de razón sentí un profundo amor por el lugar y ahora, que me encuentro lejos, solo tengo que cerrar los ojos y las imágenes corren de una en una dibujando el paraíso.

Si usted quiere conocerlo puede salir de Palenque rumbo a Chancalá y de ahí a El Piñal. Desde ese crucero se puede llegar a Peña Limonar. Se dará cuenta que se acerca porque desde el ejido El Piedrón empieza un túnel de árboles tan grandes y tupidos que apenas pueden colarse entre ellos unos cuantos rayos de sol. Después de ese tramo, al llegar a El Diamante se abre una planada y desde ahí se ve un cerro largo de paredes calizas que divide a mi pueblo del viejo Limón.

En la entrada hay un puente por el que el río grande pasa dando tumbos, chocando contra los bordes mientras corre hacia Cuauhtémoc. Después del puente hay una cerca de horcones en los que han crecido matas de tulipanes rojos sobre los que liban con libertad las mariposas. Después de ella está mi casa con sus paredes verdes y su pequeña cocina tiznada en la que mi madre aun pareciera trajinar entre el molino y la prensa de las tortillas

Frente a mi casa vive el tío Flavio. Más adelante, al lado de un enorme charco en el que cuando era niña se ahogó mi gato, está la casa de don Antelmo. Y al fondo se encuentra la de mi padrino, que vive antes de llegar a la escuela, por el terreno de don Polo -que por cierto decían que en ese lugar había un tesoro enterrado, pero eso nadie lo ha comprobado.

Pasando la curva está la escuela primaria rural “La Patria”, en la que mis primos y hermanos estudiamos y en la que vivimos tantas aventuras, como la vez que le hicimos bolita al rascuachín, hasta dejarlo inmóvil de la risa o cuando le pintamos el mesabanco a José, aquel que era de Jol Diamante, solo porque hablaba con mucha propiedad y eso nos caía mal.  Bueno no siempre fuimos victimarios, a veces éramos víctimas. En una ocasión los maestros nos encerraron en el salón y nos fumigaron la cabeza con Oko y petróleo por aquello de los piojos. No nos quejamos porque antes las leyes eran diferentes, aparte, en las comunidades los maestros tenían cierto rango de autoridad y rara vez sus acciones eran cuestionadas. Lo cierto es que ese día nos fuimos llorando a la casa con los ojos rojos por el Oko, pero sin ningún piojo vivo.

Después de la escuela está la iglesia en la que el pueblo celebra el 13 de junio a San Antonio de Padua. Antes, en esas fechas mis tíos y mi papá organizaban carreras de cinta. Todos montaban a caballo y corrían para descolgar un listón que traía un numero marcado. Ese número era el de la madrina que bajaba a darle su regalo al caballerango ganador. Las madrinas eran todas las muchachas solteras que envolvían cuanta cosa se les ocurriera para regalar. Algunas regalaban jabones Nórdico o Escudo, galletas cremas de nieve o campechanas; hasta se atrevían a regalar calzones, pañuelos y calcetines. Por la noche del día grande, en la iglesia se hacia la celebración de "la palabra" y después se repartían tamales, café y galletas de animalitos, mientras todos festejaban al ritmo de violines y guitarrones. En una fila bailaban los hombres y frente a ellos las mujeres. Ah, pero nadie quería bailar con Lupe, la hija de Gaspar, porque esa mujer pegaba unos brincos aplastándole los pies al que estuviera cerca.

Después de la iglesia hay varias casas y un camino que conduce al santuario de almas, lugar en el que descansa mi madre, mi abuela Juanita, la nana Celia y mi gato. Terminando el terreno del panteón está la peña bajo la cual nace una tímida cascada que solo asoma el rostro unos metros y su cortina de agua vuelve a ocultarse en la tierra.

Mi pueblo tiene casitas de madera con ventanas pequeñas, que parecen ojos tristes que ven pasar la vida y a la gente cuando migra a la ciudad. Antes tomaban el guajolotero que venía del Tumbo. Ahora ya hay camionetitas que sacan del lugar.

Por las mañanas, cuando el sol aun no asoma, te despierta el arrullo de los molinos y el chispear del fuego que comienza a calentar los comales para hacer tortillas. Al poco rato se escuchan pasos: son los jornaleros que pasan rumbo a las parcelas cargando un morral con pozol agrio, un mecapal para la leña y su machete. Cuando el sol comienza a salir, las gotas de rocío que dejó la noche se deslizan entre las hojas, y las flores empiezan a llenar de color los corredores de las casas. Un aroma a café con canela, a huevitos fritos y a salsita de chile seco empieza a inundar el ambiente. Al poco rato las mujeres salen al río a lavar trastes y ropa. Cuando caminan y lucen sus blusas bordadas no parecen mujeres: semejan flores coloridas que se mueven, van y vienen trajinando, platicando, cargando a sus hijos en la espalda. Después del mediodía, cuando la ropa ya está secándose entre las cercas, las cocinas comienzan a inundarse de nuevos aromas; esta vez los protagonistas son el cilantro, perejil y cebollines que aderezan un buen caldo de gallina de corral, que las familias degustan acompañado de agua de mandarinas o limones que cortan de sus traspatios

Por la tarde, cuando los hombres han regresado del río, se sientan en sus corredores a descansar y los solteros aprovechan para ver pasar a las casaderas que pasan con sus cubetas de zinc a cargar agua del pozo que está allá por la casa de don Enrique, donde se celebra a la Santa cruz.

Por la noche no se puede ver donde comienza el cielo porque el campo se llena de luciérnagas y a lo lejos se confunden con estrellas tintineantes que iluminan los caminos...."

El maestro, luego de escucharme con atención e impresionado, me observó con curiosidad y preguntó: ¿si tu pueblo es tan bonito porque nunca volviste? "Porque al llegar encuentro todo lo que describí, lo único que no encuentro es a mi madre y sin ella todo lo demás no tiene vida".


LA NANA CELIA

En el arroyo que está al lado de la casa de la tía Martha, tal vez por lo bajito del agua, se reunían las mujeres del pueblo a lavar la ropa. Todas  casi desnudas, solo con medio fondo y brasier que ellas mismas costuraban a mano. Entre  ellas la que  sobresalía era  una señora morena, de cabello medio canoso, siempre recogido en dos trenzas como corona, robusta y un poco chimuela: era la nana Celia. Ella lavaba con el torso desnudo dejando caer sus grandes y flácidos  pechos que le llegaban hasta el ombligo. Cuando se agachaba para tallar la ropa sus pezones chocaban con la batea y se llenaban de espuma que se quitaba con jicarazos de agua.

Yo la observaba mientras ella tallaba y tallaba.

-Nana Celia ¿Por qué tienes las chiches taaaaan grandes?

Ella no contestaba solo se reía poniéndose la mano en la boca, como si le diera más vergüenza la falta de sus dientes que sus pechos desnudos.

Cuando tenía ganas de hacer sus necesidades solo se medio sentaba en una silla imaginaria, acomodaba su nagua y listo, yo también cuestionaba eso, pero la nana me ignoraba.

Por la mañana ayudaba a mi madre a moler y a hacer tortillas. No cocinaba porque decía que no sabía, pero yo creo que era una excusa porque a veces cuando la comida no me gustaba, ella   me preparaba algo diferente y le quedaba muy rico.

Por la tarde siempre salía a traer leña del solar de atrás de la casa y yo la acompañaba jalando un trozo de palo de chicle con mucha flojera diciendo que estaba ya muy cansada. Un día yo caminaba atrás de la nana, cuando desde el corral se escapó un borrego que me dio una corretiza por todo el terreno. Yo corría y corría, pero  el borrego me alcanzó  y me  dio una topeada que me mandó al suelo. No sé cuánto tiempo pasó, cuando desperté estaba en la cama sobre unas hojas de plátano y con la cabeza llena de hierbas trituradas y envuelta en un pañuelo rojo. A cada rato vomitaba y se me oscurecía todo. Doña Celia, con sus pies descalzos y talones partidos, con las manos envueltas en su delantal de seda,  sentada a mi lado dormitaba, mientras mi madre acariciaba mi frente. Estuve así varios días, lo mejor de todo es que no me mandaban a la escuela y me la pasaba durmiendo todo el tiempo.

Ese día, a consecuencia del golpe me quedé sin los dientes de enfrente. Por eso cuando la nana hacia tostaditas de azúcar para mis hermanos, a mí me las dejaba suaves y las acompañaba con un vaso de atole de granillo.

Era un poco cuentera, porque cuando llovía contaba historias. Unas que me asustaban mucho. Algunas me gustaban como cuando decía que había visto al rayo, que no era como lo imaginamos, sino un niño pequeño con la piel del color de las lagartijas y el cuerpo lleno de pelos.

- Al rayo le gusta comer chayotes, por eso baja a los pueblos, llega a las casas que tienen tapescos por los que trepan las guías.

- ¿Cómo lo hace si el rayo es luz?

- ¡Nooo, es un niño, pero carga un hacha y con ella trepa de un árbol a otro. El rayo se produce cuando la ensarta en el tronco para sostenerse!

Yo le creía todo y cuando llovía me escondía en la bodega para ver en la rendija de las maderas, esperando a que el niño llegara a la mata de chayotes que mamá tenía sobre el techo de la cocinita, pero nunca llegó.

Lo que si llegó fue una tormenta que hizo subir el río e inundó todas las casas de la orilla. Entre ellas la de la nana. Recuerdo que jalando unas ollas y un canasto de ropa se fue al albergue que instalaron en la escuela. No quiso irse a la casa de mis padres porque era terca, testaruda y muy lista.

-Allá me van a dar comida y con suerte el gobierno nos apoye por los daños.

Pues no estaba equivocada porque a los pocos días llegaron camiones de militares con molinos, torteadoras, cobijas, láminas y mucha comida para atender a los damnificados. Se quedaron mucho tiempo y durante ese lapso la nana no llegó a la casa. Se la pasaba ayudando en la cocina y a cargar el agua del pozo al campamento con otras señoras.

Por las mañanas todos se formaban y les servían platos con huevos o frijoles. Para la comida preparaban lentejas, sardinas de lata, pollo; y cuando se podía mataban puercos para repartir, no solo a los damnificados, sino al que se formara en la fila. A veces yo quería ir, pero mi papá me regañaba. Decía que debíamos darles lugar a los necesitados.

Lo que si hacía con mis primos era formarnos en la fila de la tarde porque nos daban pan calientito que hacían en unos hornos enormes de aluminio. Los militares también llevaban peluqueros y a todos los chamacos les cortaron el cabello y hasta los curaban de jiote. Para ese tiempo se veían muy bien hasta el Shap, que siempre andaba mugroso, se compuso.

Cuando los militares se fueron, todos regresaron a sus casas y la nana volvió al trabajo. Pero seguido decía que le dolía el corazón y se iba a su casa. Yo la visitaba y siempre la encontraba durmiendo en su camita de palos amarrados con majagua.

El tiempo pasó y por ejidos cercanos se corría el rumor de una guerrilla. Mis padres decidieron abandonar el pueblo y el buen pretexto fue que mis hermanos habían terminado la primaria y allá no había secundaria.

El día que partimos no me despedí de la nana porque la vieja testaruda estaba enojada. Pero yo creo que lo que tenía era tristeza por nosotros porque la vi secarse las lágrimas con el mandil sucio.

Veintiocho años después volví al ejido y llegué a lo que un día fue su hogar. Todo estaba abandonado, empolvado. Pero el tiempo parecía haberse detenido en aquella camita de palos. La choza de nana Celia terminaba donde iniciaba un camino empedrado que conducía al río en el que una mañana se metió al agua y nunca volvió a salir. 

 

 

 

TAPIZCANDO SUEÑOS

En el camino de Cuauhtémoc rumbo a la Esperanza, un pesado camión azul subía con dificultad La Empinada que está por la casa de los Chetos. Román, joven de apenas uno 16 años, con temple firme iba siempre al volante. A su lado su hermana Irma. Arriba, en la redila, somatándose entre costales, un montón de chamacos sonreíamos cada que el camión brincaba y nos elevaba como medio metro azotándonos con las maderas del vehículo.

El primo Pablo y mi hermano Noé se sentaban en la rejilla de enfrente bien agarrados para no quedar tirados en el camino.

Cuando pasábamos por la casa de Pascual, el de la bicicleta, todos gritábamos porque habíamos llegado. El camión doblaba y avanzaba como 500 metros hasta llegar a un terreno arenoso en el que mi padre sembraba frijoles y cacahuates. Todos bajábamos de un brinco. Ya en tierra, mi hermana Irma, que era la mayor, nos repartía en partes iguales los costales. Cada uno tenía que arrancar matas completas, sacudir la arena, rellenarlos y arrastrarlos hasta la tranca. Los más grandes, que eran Román, Noé y Pablo, se encargaban de vaciar toda la redila. Y de nuevo nos entregaban los costales para repetir la misma acción varias veces.

Mi hermana Flor, el primo Memo y yo, caminábamos entre los surcos y nos divertía cuando nuestros pies se hundían en los túneles que hacían las tuzas bajo el frijolar. Por momentos yo trabajaba un poco, pero nunca llenaba más de dos costales en un día, porque me la pasaba jugando y tomándome el atole de maíz que mi madre nos mandaba en una garrafa de cinco litros. Cuando el tiempo de descanso llegaba y todos sacaban sus vasos de plástico, ya quedaba poca bebida y todos me recriminaban porque sabían que yo me la había acabado. Para evitar conflictos, mi madre me compró una anforita de un litro color naranja solo para mí. Pero yo empezaba a tomar desde que salíamos de casa y ya en el frijolar seguía con la de los demás.

Cuando eso pasaba, la prima Adela sacaba orgullosa el pozol que la tía Melesia les mandaba y les convidaba a mis hermanos para que se les pasara el coraje.

- ¡Mañana ya no vienes!-, decía Román

- ¡Si, que no venga!-, contestaba Pablo. 

- No trabaja, solo se la pasa jugando en el hueco que hacen  las tuzas, deja que le salga una culebra y no la va contar.

Pero al siguiente día volvían a llevarme. Podía más el cariño que el enojo, pues yo era la hermana menor.

Tuve suerte, nunca me mordió una culebra. A la que si la mordió fue a la prima Nola. Se le puso morada la pierna y le estaban sangrando las encías, pero mi madre le puso un suero anti viperino y eso la mantuvo con vida hasta llegar al hospital de Palenque. Por poquito y no la cuenta.

La que casi nunca decía nada -y solo se la pasaba riéndose escandalosamente de lo que yo hacía- era mi hermana Esther.

Por la tarde, cuando el camión se llenaba, volvíamos a casa acostados sobre los montones de frijoles. Todos iban hambrientos, menos yo que llevaba la panza repleta de atole.

Por algún tiempo mi padre rentó unos terrenos allá por el Tumbo, en el que sembramos chile habanero y en ocasiones íbamos a fertilizar. Como el terreno tenía una subida y hasta allá arriba estaba cubierto de siembra, todos caminábamos con nuestra porción de fertilizante haciendo medias lunas bajo las plantas. El trabajo para nosotros era diversión: ayudábamos en las labores mientras disfrutábamos todo como juego de niños.

A veces nos tocaba trabajar en el terreno del Viejo Limón, cerca de La peña. Allí mi padre y Gustavo su empleado habían sembrado maíz y, bajo la milpa, cacahuates y calabazas para evitar que la maleza creciera entre las matas. Cuando el trabajo era allá, nos íbamos caminando porque no había caminos, solo brechas que conducían a las diversas parcelas.

Nuestra labor consistía en tapiscar la milpa, arrancar cacahuates y cortar calabazas. Las mazorcas se quedaban ahí, pegadas a las matas dobladas. Solo tapiscábamos para evitar que el agua pudriera la cosecha. Posteriormente mi papá, Gustavo y mis hermanos grandes, iban con caballos a hacer el corte.

Llevaban a la casa unas mazorcas enormes que desgranábamos en grandes cestos junto a mamá. Y después, de ese maíz nos hacía tortillas, pozol blanco y atole.

Todo el trabajo tenía su recompensa, porque cuando se vendía la cosecha nos compraban chanclas de plástico con olor a chicle. Aunque yo nunca estaba contenta porque mamá me compraba unas Rina color celeste con lengua roja que yo detestaba porque mis pies, morenos y resecos, se veían como dos estacas flacas. Flor pedía unas sandalias Sirenita, que se veían muy bonitas con su decorado caladito. A veces usábamos unas Pixi color carey, con tacón para vernos más coquetas. A los varones les iba mejor, porque a ellos les compraban tenis y sandalias de esponja de cruce enfrente.

Cuando íbamos a bañarnos todas las tardes al río se veían en fila las chanclitas. Las presumíamos como el mejor premio a nuestro trabajo. Las que nunca se las quitaban eran Esther y Adela, pues se metían entre los musgos con sus canastos a atrapar camarones, hasta que un día lo que pescaron fue una anguila y del susto las soltaron y corrieron gritando hasta sus casas.

Un día -no supimos cuando sucedió- nos subimos por última vez a ese camión, cortamos nuestras ultimas matas de frijol, hicimos nuestro último trabajo en el Viejo Limón y no nos dimos cuenta que el tiempo pasaba y dejábamos de ser esos niños de pies mugrosos. Cada uno tomó su camino.

Nunca nos dimos cuenta de cuando fue la última vez que jugamos en el río, que nos bañamos haciendo competencias de nado. De vez en cuando me vienen las imágenes de unos niños que no tapiscaban milpa si no sueños. Uno quería ser doctor, maestro, policía, el primo agente municipal, otro catequista, una se quería casar, otro ser ingeniero y yo soñaba con ser artista. Un levantamiento armado pasó, algunos se enfilaron con armas, cambiaron sus sueños por la muerte en una guerrilla zapatista.

 

DON CHUS LOPEZ

Un día apareció en el pueblo. Nadie supo de dónde. Algunos dijeron que de Monte Líbano o de algún pueblito cerca de Agua Dulce. Lo cierto es que pasó caminando con un morral cruzado al hombro, las mangas del pantalón metidas en las botas de hule y un sombrero de paja.  Todos nos dimos cuenta que no era del rumbo porque jamás lo habíamos visto. No se parecía ni se vestía como los locales; su ropa, a pesar de ser sencilla, era diferente.

Pasó medio encorvado, su caminar era lento y tambaleante, la cara mirando al suelo como si la cabeza se le descolgara del cuello. A pesar de su postura se podía ver su rostro moreno, con semblante de enojo, la boca encorvada hacia abajo, los ojos casi cerrados abrían y cerraban los parpados con cierta pesadez.

-¿De dónde será ese borracho?-, preguntó Tavo mientras ponía las manos en la cintura. Pero nadie le contestó. Todos observaban el rumbo que tomaría.

El caminante hizo una parada en la tienda de la salida del pueblo y compró una botella de caña de medio litro. Al recibirla inmediatamente se bebió a grandes sorbos casi media botella. Se dio la vuelta y caminó rumbo al crucero que va de un lado hacia Cuauhtémoc y por el otro al Diamante, que antes era un rancho y ahora es una ranchería. Pues para allá se dirigió, perdiéndose en la curva del cafetal del padre de Shap.

Después nos enteramos que era el nuevo peón del Diamante y casi todos los días se le veía llegar al pueblo, pues el único lugar de los alrededores al que podían ir por víveres y aguardiente era la tienda de los hermanos que vivian a en la entrada. La otra era la Conasupo, pero allá nunca iba porque no encontraba licor.

Nunca hizo escándalo, y todos nos acostumbramos a verlo pasar borracho. Eso sí, nunca se quedaba botado como otros del pueblo y siempre andaba muy bien vestido. Era muy respetuoso y acomedido, pero su embriaguez constante le había dejado el semblante de mal encarado y, si en algún momento estuvo sobrio, nunca nos dimos cuenta, porque su rostro jamás cambiaba. Eso sí, a veces caminaba sin tambalear y un poco más rápido que de costumbre.

Cuando en el pueblo se celebraba alguna fiesta, de esas en las que todos participaban, lo podíamos ver sentado esperando su turno para la comida. Si el festejo era en la iglesia, entraba a la celebración y se acomodaba en la parte de asientos para los hombres y con pesadez en las manos se quitaba el sombrero y con él se santiguaba, cerraba los ojos, murmuraba una oración y a veces se quedaba dormido. Los niños, que éramos bien fijados y nunca poníamos atención a lo que el diácono decía, nos la pasábamos cuchicheando y riéndonos de don Jesús, al que ya todos conocíamos como don Chus López.

Al terminar la celebración eucarística toda la asamblea se pasaba a la explanada, enfrente de la iglesia, y empezaba el baile, mientras, una comitiva despachaba desde la cocina el refrigerio que habían preparado. Don Chus solo se sentaba a ver el baile un rato, comía lo que le convidaran y emprendía su caminata al rancho.

Para ese tiempo mi tío Israel tenia un rancho junto al Diamante, se llamaba Guadalupe. Y cada doce de diciembre hacía una fiesta grande, en la que mataba una vaca y preparaban peroles grandes de caldo con verduras. Una procesión salía desde Peña Limonar hasta la capilla del rancho. La gente llevaba palmas adornadas con flores, velas y veladoras. Hasta adelante iba el diácono rezando en tzeltal y los catequistas con las copas de pom sahumando el altar, que cuatro vecinos cargaban con la imagen de la virgen de Guadalupe en lo alto, mientras el humo del sahumerio subía y se extendía como un manto blanco sobre los feligreses, inundando el camino de un delicioso aroma resinoso.

Todos cantaban, rezaban e interrumpían su rezo para contestar cuando don Chus López lanzaba un cohete de pólvora que subía chiflando hasta reventar mientras gritaba

-¡Viva la virgen de Guadalupe! ¡viva María! 

-¡Vivaaaa!-, contestaban todos y los cohetes truene y truene.

La procesión terminaba en fiesta y don Chus se sentaba con su plato de caldo y su botella de caña a convivir con el resto de la gente. De vez en cuando les ofrecía -de una forma peculiar- un trago al que estuviera cerca.

-¿Quiere un trago, don Flavito?

-Gracias, don Chusito, gracias.

- ¿Gracias, sí, o gracias, no?, explíqueme, porque no entiendo.

-Gracias, no, don Chusito, gracias no.

-Mejor, menos se acaba-, contestaba don Jesús y se volteaba al otro lado y volvía a preguntar. 

- ¿Gusta un trago, don Temito?

- Ah, muchas gracias, don Chus-, contestaba don Temo, mientras le daba un palmazo en la espalda.

- ¡Aquí en este pueblo contestan muy raro!, dígame sí o no, y listo-, gritaba don Chus riéndose a carcajadas.

-No, don Chusito, muchas gracias-, contestaba don Temo acompañando la risa del borracho.

Todos contestaban así a propósito para vacilarlo y platicar un poco, pero él nunca habló de nada más que de tragos. Y cuando le preguntaban sobre su origen él solo decía:

 – Donde me caiga la noche es mi hogar y es lo único que interesa.

El Diamante cambio de encargado varias veces. Con el tiempo comenzaron a llegar familias a vivir a los alrededores hasta convertirse en una ranchería.

Don Chus vivió esos cambios, llegó a ser muy viejo. Él decía que el alcohol conservaba su cuerpo. Hasta que una mañana apareció el cuerpo tirado bajo un tejaban en donde tiempo atrás fue la casa principal del rancho y que fue el único hogar que le conocimos. Entre sus manos aprisionaba una foto vieja y chamuscada que dibujaba la silueta de una mujer acunando un bebé, y a su lado, sonriente, un hombre con un porte erguido y orgulloso con una mano abrazaba a la dama y con la otra sostenía un sombrero en el pecho, similar al que usaba don Chus cuando se santiguaba y se quedaba dormido.  Al calce, la foto tenía unos garabatos apenas legibles: “Familia López, 1930-1960". Por fin estaba en su verdadero hogar.



NO ME DEJEN MORIR

"¡No me dejen morir!", decía don Pedro González a sus hijos, mientras en derredor de una mesa bebían a sorbos un humeante jarro de té de manzana, que su hija había preparado para quitarles el frio que daban las heladas de diciembre.

Era el aniversario luctuoso de doña Angelina, esposa de don Pedro y madre de Anastasio y Clementa.

Ellos se conocieron en los cafetales del Soconusco, después de la revolución. Don Pedro fue capataz en la hacienda cafetalera La Estrella y ella una empleada doméstica.

Pedro trabajó desde niño. Pprimero como pastor de ovejas, después en el campo sembrando papas y posteriormente en la hacienda. Nunca fue a la escuela. Apenas aprendió a garabatear su nombre y a reconocer los números. Pero aún en su analfabetismo era el encargado de pagar la raya a los peones. 

Cuando caminaba tenía porte de gallardía. Su piel morena, quemada de sol, resaltaba en la camisa blanca de manta. Fue guarachudo para trabajar, pero, cuando salía del pueblo, sobre la manta usaba saco y sombrero. En esa época los que vestían así sobresalían entre la multitud y Pedro era apuesto y agradable. Cuando saludaba sonreía y sus dientes blancos resaltaban dándole a su rostro un aura que brindaba confianza. Creo que esas características le sirvieron mucho porque siendo muy joven se convirtió en el hombre de confianza del patrón. Su trabajo honesto le dio  privilegios.

Cada cierto tiempo los dueños de la finca viajaban a España, su país de origen. Se embarcaban en Tapachula y tardaban   mucho tiempo en volver. En ese lapso Pedro se encargaba del trajinar y del funcionamiento de la hacienda. Cuando regresaban, varios peones iban en mulas a recoger el cargamento que bajaban del barco y a como podían lo acomodaban en el lomo de las bestias y tardaban días en volver a la hacienda.

En uno de esos viajes un buen día llegaron los patrones. Pero esta vez no venían solos. Los acompañaba una muchacha de piel blanca y cabellos castaños. De figura espigada y boca delgadita. Sus ojos cafés se enmarcaban con tremendas pestañas que le dibujaban una mirada coqueta. Sus mejillas rojas, por el calor de la costa, dejaban espacio para dos hoyuelos que se profundizaban cuando sonreía. Esa joven se llamaba Angelina López.

Pedro la observó mientras el aire del mar le volaba el sombrero y ella aprisionaba los olanes de su pomposo vestido amarillo para que no se levantara.

Desde que se conocieron hubo cierta atracción que fue creciendo con el trato diario. Los patrones estaban contentos porque a ambos le tenían aprecio. Poco después se casaron y tuvieron dos hijos, Anastasio y Clementa.

Angelina iba y venía por los corredores de la hacienda en su trabajo diario. Por las tardes llegaba a su casa y atendía a su familia. Era incansable. Pero a pesar  de su ardua labor siempre tenía una sonrisa y los hoyuelos en sus mejillas la hacían ver como una mujer muy dulce de la que Pedro seguía muy enamorado.

Un día, ese cuerpo de hierro cayó en cama con fiebres muy altas. Varios en la hacienda estaban en la misma condición: el cuerpo se les calentaba hasta ponerlos rojos y después comenzaban a sudar frio.

Angelina se llevaba las manos a los oídos y gritaba, después vomitaba y vomitaba hasta que se le quedaba vacío el estómago. Lugo comenzó a toser. Su cuerpo delgado se hizo lánguido, casi transparente.

Estando en cama, cuando pudo musitar palabras, con quejidos tenues le dijo a Pedro: "no me dejes morir, nunca me dejes morir".

Una madrugada murió Angelina. Pocos se enteraron de su muerte porque, al ser la fiebre española una epidemia, no permitían el contacto con los enfermos o con los que estuvieron cercanos a ellos. Pedro y sus hijos la enterraron dentro de la casa, bajo el fogón para que su calor siempre  abrigara el hogar.

El tiempo siguió su curso y aparentemente todo volvió a la normalidad. Pero en varias casas se lloraron muertes. El hijo de los patrones también falleció y precisamente fue él quien contagio a Angelina, porque ella era su nana y hacía poco que había regresado de España con sus padres.

Pedro volvió al trabajo. Pero sus ojos parecían haberse apagado junto a la vida de su esposa, Jamás se volvió a casar. Crio solo a sus hijos que quedaron huérfanos muy pequeños. Los niños nunca fueron a la escuela, pero todos los fines de semana los sentaba en derredor de la mesa, les enseñaba las pocas letras que conocía y los retacaba de consejos. Siempre decía que la buena instrucción era la mejor educación.

Los niños crecieron, Pedro se hizo viejo, pero su fortaleza de roble era admirable. Parecía que el vigor le llegó con los años. El recuerdo de su esposa le llenaba los ojos de vida, pero sabía que un día llegaría la muerte,

Cada aniversario de Angelina repetía 

 - ¡No me dejen morir!

...

- ¡Hijos, no me dejen morir!

...

- ¡Nunca me dejen morir!

...

-Háblenle de mí a sus hijos y nietos. Y que ellos les digan a los suyos que Pedro y Angelina existieron, que amé a una mujer desde su lozanía hasta su languidez, que me dio buenos hijos. Cuéntenles de nosotros para que a través de su palabra me conozcan. Hablen siempre cosas cabales, hijos. Con sus pocas letras escriban vivencias, cuenten cosas ciertas, hasta el borracho y el loco del pueblo tienen una historia y mientras alguien la cuente, mientras alguien mencione nuestros nombres, nunca nos dejarán morir.

 

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