Las pequeñas y simples cosas

1 Un niño juega, y a eso dedica la mayor parte del tiempo. Es la actividad que más le entretiene y sublima. Alcanza a percibir que la vida en general debiera ser así. De seriedad en el cumplimiento de las reglas. La madre le llama para comer. Y el infante se entretiene más de la cuenta. El juego es su vida misma. Y ama sus juguetes, sea pelota de hule o trapo, muñeca, soldaditos. Por eso se dice que el adulto al que le gusta su trabajo, que se divierte en su trabajo, es que no trabaja, sino que sigue jugando como en su infancia. Y yo, pues desde la infancia tardía, yo amé un escritorio.
¿Cómo llegó el escritorio a mi casa? No lo recuerdo. Lo más seguro es que lo hayan sacado para tirarlo de alguna  familia donde trabajaba mi padre y este lo haya imaginado en la casa para que fuera mi apoyo y lugar donde yo hiciera mis tareas o estudiara. Era uno pequeño, de cedro -me di cuenta por su olor y color característicos-. Tenía tres cajones. Y recuerdo que por alguna razón tenía también un vidrio grueso en la parte superior, lo cual me permitió poner fotografías y algún dibujo entre la madera y el vidrio. Sobre él acomodé mi máquina de escribir Lettera Olivetti 435, portátil. ¿Nadie te tomó foto posando sobre él? No. Y no sería posando, sino escribiendo.
3. Fue ubicado en la parte media de mi casa. Entre la cocina y los cuartos para dormir. No había espacio para sala. Solo quiero referir que entre la pobreza general, rayando en la miseria, estaba el escritorio de madera como un objeto que representaba el apoyo para el trabajo de estudiar, el gozo de asomarse a los libros, el de escribir o dibujar. Era como un trampolín propio para dar un salto al futuro. Y anclado en ese futuro, claro, yo me imaginaba uno grande y elegante, en una oficina de casa o en el trabajo. Yo estaba en primero de secundaria. Y ese mueble amado me duró toda la secundaria y la Escuela Normal. Luego lo abandoné, lo reconozco contrito. Y nunca más tuve un escritorio que tanto amara y que le estuviera agradecido. En uno de sus cajones guardaba mis cartas de amor. A través del vidrio se miraba la fotografía de mi novia de esos años. La de mi amiga norteamericana de Baton, Rouge, Luisiana. Y de más amigas. Cuando estudiaba mi normal, le di espacio a las fotos de el Ché Guevara y a Pablo Neruda.
4. Ya de casado me compré un escritorio de segunda mano en una tienda que estaba ubicada en Allende, casi llegando a Plaza de armas (Villahermosa). Esa tienda no duró mucho. Porque algunos meses la busqué para ver si encontraba algo más que me llamara la atención y que necesitara. Y estaba cerrada. Era como de antigüedades. Pero no había esos años clientela para ese tipo de mercancía. Eran tiempos del auge del petróleo. Y la economía en general andaba rosagante en Tabasco. Aparte del orgullo tropical de no asomarse a lo de segunda y tercera mano, porque no les vayan a ver y se corra el rumor de "venida a menos", o algo así. Ese escritorio de metal estuvo en mi casa como unos veinte años.
5. Era de los de tamaño mediano, de metal, pintado de gris. Y tuvo un espacio como de "oficina" en mi casa. En la pared algunos libros. Y sobre él una máquina de escribir, que por unos años siguió siendo mi vieja máquina portatil Olivetti, hasta que luego me compré otra de mayor peso, misma marca. Esa la compré a crédito en  Belenda Hermanos, que estaba en calle Madero, más allá (o acá) del Parque de La Paz, con rumbo al mercado Pino Suárez.
 6. Luego, en otra etapa de mi vida, me di cuenta que si bien el alma del niño se mete de lleno en el juego y los juguetes, estos, al no ser de tienda, los niños tienen la capacidad de jugar con lo que sea. Improvisan juegos con palos de madera, hacen sus propias pelotas, su caballo es un palo de escoba, juegan a las escondidas, su casita es bajo un árbol donde ponen una sábana como techo. El juguete se hace con lo que tiene a la mano. Dos espadas son dos ramas sin hojas, o son guitarras de conjunto.Y si el perro se suma al juego, este representa algo, pero no lo dejan afuera. Y para dibujar, si no hay colores Brujita de 36 o 12, bien hacen los dibujos con el paquetito de 6, o hasta dibujan en la pared con tizas de carbón. ¿Y qué hemos aprendido de ellos?.
7. Pues bien. Dos o tes veces en el transcurso de los años pinté mi escritorio de metal, a veces de color café o negro. alguna vez de gris. Y un buen día lo pinté de amarillo ya no de color guinda. Nunca tricolor. Hasta que no aguantó más y lo tiré al fierro viejo, por dos pesos que te dan por él, que ni para un chicle. "Pero te ahorras el pago de una camioneta que te ayude a descacharrizar", me dijo sabia mi hija. Y me quedé sin escritorio. 
8. No me hago de la boca chiquita. Tuve cuando profe en las escuelas, a veces unos escritorios nuevos de madera, y en otras ocasiones fueron mesas de pino, de esas las que venden por las calles. El resultado fue el mismo en mi trabajo. Y tuve asimismo por algunos años un escritorio elegante de oficina en mi trabajo de la SEP. Y sentí que nada cambia en la calidez de lo que se hace. Es un gran apoyo, sí. pero cumple su función cualquier mesa. Aunque de cierto es que esta no tiene cajones para guardar aquellas cartas de amor de adolescencia.
9. Me acuerdo de lo que se dice de Diógenes. Él se consideraba el más simple y a mucho orgullo. Se cuenta, se dice, se asegura, que una vez se acercó a tomar agua en el río, para lo cual tenía su cuenca (su jicara, diría el tabasqueño). Y vio a un muchacho que tomaba agua juntando sus propias manos. Y bebió. Entonces Diógenes al ver que le ganaban en lo simple, rompió su cuenca y se dispuso a tomar juntando sus manos, a ejemplo del muchacho.
10. Desde hace cuatro años ya no ocupo escritorio. Tomo mi cuaderno donde escribo. Y sobre bloks, mesita de pino poblana, o mesita de centro, me acomodo y empiezo a volar con las palabras. Y fuera escritorio modesto o de lujo, creo que saldría lo mismo en conjunto de palabras de mi ronco pecho. Y cierto, recuerdo con agrado y nostalgia mi viejo escritorio de cuando estudiante de secundaria. Y a veces es menester darnos cuenta que son las pequeñas cosas las que conforman nuestra vida y nos acompañan dulcemente. Digamos: una taza para café, un lápiz amarillo Mirado No. 2, un cuaderno como de los viejos, marca Monterrey que usábamos en primaria, o Scribe forma italiana o francesa. Son las pequeñas cosas.
11. Hay dos canciones que conozco sobre las pequeñas y simples cosas. Aquí el fragmento de la que canta Mercedes Sosa: "...Uno vuelve siempre/ A los viejos sitios en que amó la vida/ Y entonces comprende/ Como están de ausentes las cosas queridas/ Por eso muchacho no partas ahora soñando el regreso/ Que el amor es simple/Y a las cosas simples las devora el tiempo..." Y la otra canción, del inolvidable maestro Joan Manuel Serrat: "Uno se cree/ Que los mató el tiempo y la ausencia Pero su tren/ Vendió boleto de ida y vuelta/ Son aquellas pequeñas cosas/ que nos dejó un tiempo de rosas/ en un rincón, en un papel/ o en un cajón/ Como un ladrón/ te acechan detrás de la puerta/ Te tienen tan a su merced/ como hojas muertas/ que el viento arrastra allá o aquí/ que te sonríen tristes y/ nos hacen que/ lloremos cuando nadie nos ve".  Y sí, entra humo en los ojos, ciertamente.


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