Prolífico

En el ataúd. Descansa y serio. Lloran los dolientes. Las dolientes. A veces unos. Luego otros. Las flores llegaban. Era muy conocido. A esta edad de su muerte, se han hecho muchas amistades y conocidos. La imponderable muerte. El último andén. ¿Como había sido su vida? No importa. Eran los tiempos de las pendencias. De los duelos para limpiar honor. Había vivido bien. Al borde de la linea. Entre las cartas con apuestas. Así que había dinero. Y el poder de la palabra mas los guiños: bonita, chula, guapa. Pasemos a la capilla para la misa de cuerpo presente, dijo uno de los trabajadores de la funeraria. Y por delante el ataúd. Y detrás los familiares y amigos. La despedida.Ya en la capilla estaba el sacerdote. De rostro bonachón y peso como de lanzador de bala. Alto. La sotana era negra con colores violeta y púrpura en el cuello. Mas los cordones distintivo de alguna Orden de los católicos. E inicia el ritual. Todos atentos. Lágrimas y murmullos. Como entre dientes. La despedida. El cura recarga un brazo en el ataúd. Terciopelo negro. Una figura de Cristo sobre la tapa. El aire soplaba suave. Un frescor necesario para el tanto calor. Ya al finalizar, el cura pide que levanten la mano los hijos e hijas del difunto. "Para darles un mensaje más directo, personal, para aliviar su dolor por la pérdida del buen hombre que hoy despedimos". Los hijos e hijas asistentes levantaron la mano. Conté cincuenta y nueve. Solo como quince no lo hicimos. Amén, dijo el cura, haciendo notar con sonrisa esbozada la broma que le hizo al prolífico difunto. Ahora callado.

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