Lecturas 33 Poemas de César Vallejo


Hola, hoy es sábado 27 de marzo, como es programa semanal estamos despidiendo el mes, y el próximo sábado estaremos en abril, como esperando abril, y quién me va a robar el mes de abril, diría al final Joaquín Sabina. Este programa es de difusión cultural, específicamente de literatura, que es nuestra palabra mayor, producto del ensueño y la imaginación. Reitero la importancia de habituar a nuestros niños a leer, como parte fundamental de su proceso de desarrollo del pensamiento. Transmito desde la sala de mi casa, en Villahermosa, Tabasco, México.

Hoy con poemas del peruano César Vallejo:

César Vallejo fue un poeta, periodista y educador peruano considerado entre los autores más grandes e innovadores de la poesía del siglo XX, a pesar de la brevedad de su vida y obra. Nació el 16 de marzo de 1892 en Santiago de Chuco, Perú.

César Vallejo fue el menor de once hermanos que tuvieron Francisco de Paula Vallejo Benítez y María de los Santos Mendoza Gurrionero. Realizó sus primeros estudios en el Centro Escolar No. 271 y luego la secundaria en el Colegio Nacional San Nicolás de Huamachuco.

En 1910, César Vallejo ingresa en la Facultad de Letras de la Universidad Nacional de Trujillo pero se retira por carencias económicas, trabajando en diversos oficios hasta que logra retomar la facultad y culmina sus estudios en 1915. En 1918 comienza a trabajar en el colegio Barros y tras la muerte del director, le asignan su cargo en 1919, paralelamente edita la obra «Los Heraldos negros».

Su madre murió en 1918 y al volver a Santiago de Chuco, César Vallejo es encarcelado injustamente durante 105 días, acusado de haber participado en el incendio y saqueo de una casa. Estando en la cárcel escribe «Trilce» anticipando gran parte del vanguardismo que se desarrollaría en los años 1920 y 1930.

En 1923 se traslada a París (Francia), donde trabaja como periodista, siendo este periodo de extrema pobreza e intenso sufrimiento físico y emocional. Tiempo después viaja a Rusia para participar en el «Congreso Internacional de Escritores Solidarios con el Régimen Soviético».

En 1937, César Vallejo funda junto a Pablo Neruda el “grupo hispanoamericano de ayuda a España” en el contexto de la Guerra Civil Española y ese mismo año asiste al «Congreso de Escritores Antifascistas» en Madrid.

En 15 de abril de 1938, siendo profesor de Lengua y Literatura en París, sufre una descompensación y muere.

La poesía de César Vallejo, personal y hermética a la vez, está regida por una poética de liberación estética y política y se caracteriza por un americanismo e indigenismo temático y lexicográfico, teniendo algunos cuentos un sorprendente vanguardismo.




 Hoy me gusta la vida mucho menos, 

pero siempre me gusta vivir: ya lo decía. 

Casi toqué la parte de mi todo y me contuve 
con un tiro en la lengua detrás de mi palabra. 

Hoy me palpo el mentón en retirada 
y en estos momentáneos pantalones yo me digo: 
¡Tánta vida y jamás! 
¡Tántos años y siempre mis semanas!... 
Mis padres enterrados con su piedra 
y su triste estirón que no ha acabado; 
de cuerpo entero hermanos, mis hermanos, 
y, en fin, mi ser parado y en chaleco. 

Me gusta la vida enormemente 
pero, desde luego, 
con mi muerte querida y mi café 
y viendo los castaños frondosos de París 
y diciendo: 
Es un ojo éste, aquél; una frente ésta, aquélla... Y repitiendo: 
¡Tánta vida y jamás me falla la tonada! 
¡Tántos años y siempre, siempre, siempre! 

Dije chaleco, dije 
todo, parte, ansia, dije casi, por no llorar. 
Que es verdad que sufrí en aquel hospital que queda al lado 
y está bien y está mal haber mirado 
de abajo para arriba mi organismo. 

Me gustará vivir siempre, así fuese de barriga, 
porque, como iba diciendo y lo repito, 
¡tánta vida y jamás! ¡Y tántos años, 
y siempre, mucho siempre, siempre, siempre!

Ágape


Hoy no ha venido nadie a preguntar; 
ni me han pedido en esta tarde nada. 

No he visto ni una flor de cementerio 
en tan alegre procesión de luces. 
Perdóname, Señor: qué poco he muerto! 

En esta tarde todos, todos pasan 
sin preguntarme ni pedirme nada. 

Y no sé qué se olvidan y se queda 
mal en mis manos, como cosa ajena. 

He salido a la puerta, 
y me da ganas de gritar a todos: 
Si echan de menos algo, aquí se queda! 

Porque en todas las tardes de esta vida, 
yo no sé con qué puertas dan a un rostro, 
y algo ajeno se toma el alma mía. 

Hoy no ha venido nadie; 
y hoy he muerto qué poco en esta tarde!

En el rincón aquel

En el rincón aquel, donde dormimos juntos 
tantas noches, ahora me he sentado 
a caminar. La cuja de los novios difuntos 
fue sacada, o talvez que habrá pasado. 

Has venido temprano a otros asuntos 
y ya no estás. Es el rincón 
donde a tu lado, leí una noche, 
entre tus tiernos puntos 
un cuento de Daudet. Es el rincón 
amado. No lo equivoques. 

Me he puesto a recordar los días 
de verano idos, tu entrar y salir, 
poca y harta y pálida por los cuartos. 

En esta noche pluviosa, 
ya lejos de ambos dos, salto de pronto... 
Son dos puertas abriéndose cerrándose, 
dos puertas que al viento van y vienen 
sombra a sombra.

Trilce
Hay un lugar que yo me sé 
en este mundo, nada menos, 
adonde nunca llegaremos. 

Donde, aun si nuestro pie 
llegase a dar por un instante 
será, en verdad, como no estarse. 

Es ese sitio que se ve 
a cada rato en esta vida, 
andando, andando de uno en fila. 

Más acá de mí mismo y de 
mi par de yemas, lo he entrevisto 
siempre lejos de los destinos. 

Ya podéis iros a pie 
o a puro sentimiento en pelo, 
que a él no arriban ni los sellos. 

El horizonte color té 
se muere por colonizarle 
para su gran Cualquiera parte. 

Mas el lugar que yo me sé, 
en este mundo, nada menos, 
hombreado va con los reversos. 

?Cerrad aquella puerta que 
está entreabierta en las entrañas 
de ese espejo. ?¿Está?? No; su hermana. 

?No se puede cerrar. No se 
puede llegar nunca a aquel sitio 
do van en rama los pestillos. 

Tal es el lugar que yo me sé.

Heces
Esta tarde llueve, como nunca; y no 
tengo ganas de vivir, corazón. 

Esta tarde es dulce. Por qué no ha de ser? 
Viste de gracia y pena; viste de mujer. 

Esta tarde en Lima llueve. Y yo recuerdo 
las cavernas crueles de mi ingratitud; 
mi bloque de hielo sobre su amapola, 
más fuerte que su "No seas así!" 

Mis violentas flores negras; y la bárbara 
y enorme pedrada; y el trecho glacial. 
Y pondrá el silencio de su dignidad 
con óleos quemantes el punto final. 

Por eso esta tarde, como nunca, voy 
con este búho, con este corazón. 

Y otras pasan; y viéndome tan triste, 
toman un poquito de ti 
en la abrupta arruga de mi hondo dolor. 

Esta tarde llueve, llueve mucho. ¡Y no 
tengo ganas de vivir, corazón!


Los Heraldos negros

Hay golpes en la vida, tan fuertes... ¡Yo no sé! 
Golpes como del odio de Dios; como si ante ellos, 
la resaca de todo lo sufrido 
se empozara en el alma... ¡Yo no sé! 

Son pocos; pero son... Abren zanjas oscuras 
en el rostro más fiero y en el lomo más fuerte. 
Serán tal vez los potros de bárbaros Atilas; 
o los heraldos negros que nos manda la Muerte. 

Son las caídas hondas de los Cristos del alma 
de alguna fe adorable que el Destino blasfema. 
Esos golpes sangrientos son las crepitaciones 
de algún pan que en la puerta del horno se nos quema. 

Y el hombre... Pobre... ¡pobre! Vuelve los ojos, como 
cuando por sobre el hombro nos llama una palmada; 
vuelve los ojos locos, y todo lo vivido 
se empoza, como charco de culpa, en la mirada. 

Hay golpes en la vida, tan fuertes... ¡Yo no sé!


EL BUEN SENTIDO

         Hay, madre, un sitio en el mundo, que se llama París. Un sitio muy grande y lejano y otra vez grande.
         Mi madre me ajusta el cuello del abrigo, no porque empieza a nevar, sino para que empiece a nevar.
         La mujer de mi padre está enamorada de mí, viniendo y avanzando de espaldas a mi nacimiento y de pecho a mi muerte. Que soy dos veces suyo: por el adiós y por el regreso. La cierro, al retornar. Por eso me dieran tánto sus ojos, justa de mí, in fraganti de mí, aconteciéndose por obras terminadas, por pactos consumados.
         Mi madre está confesa de mí, nombrada de mí. ¿Cómo no da otro tanto a mis otros hermanos? A Víctor, por ejemplo, el mayor, que es tan viejo ya, que las gentes dicen: ¡Parece hermano menor de su madre! ¡Fuere porque yo he viajado mucho! ¡Fuere porque yo he vivido más!
         Mi madre acuerda carta de principio colorante a mis relatos de regreso. Ante mi vida de regreso, recordando que viajé durante dos corazones por su vientre, se ruboriza y se queda mortalmente lívida, cuando digo, en el tratado del alma: Aquella noche fui dichoso. Pero, más se pone triste; más se pusiera triste.
         —Hijo, ¡cómo estás viejo!
         Y desfila por el color amarillo a llorar, porque me halla envejecido, en la hoja de espada, en la desembocadura de mi rostro. Llora de mí, se entristece de mí. ¿Qué falta hará mi mocedad, si siempre seré su hijo? ¿Por qué las madres se duelen de hallar envejecidos a sus hijos, si jamás la edad de ellos alcanzará a la de ellas? ¿Y por qué, si los hijos, cuanto más se acaban, más se aproximan a los padres? ¡Mi madre llora porque estoy viejo de mi tiempo y porque nunca llegaré a envejecer del suyo! Mi adiós partió de un punto de su ser, más externo que el punto de su ser al que retorno. Soy, a causa del excesivo plazo de mi vuelta, más el hombre ante mi madre que el hijo ante mi madre. Allí reside el candor que hoy nos alumbra con tres llamas. Le digo entonces hasta que me callo:
         —Hay, madre, en el mundo un sitio que se llama París. Un sitio muy grande y muy lejano y otra vez grande.
         La mujer de mi padre, al oírme, almuerza y sus ojos mortales descienden suavemente por mis brazos.



LA VIOLENCIA DE LAS HORAS

         Todos han muerto.
         Murió doña Antonia, la ronca, que hacía pan barato en el burgo.
         Murió el cura Santiago, a quien placía le saludasen los jóvenes y las mozas, respondiéndoles a todos, indistintamente: «Buenos días, José! Buenos días, María!»
         Murió aquella joven rubia, Carlota, dejando un hijito de meses, que luego también murió a los ocho días de la madre.
         Murió mi tía Albina, que solía cantar tiempos y modos de heredad, en tanto cosía en los corredores, para Isidora, la criada de oficio, la honrosísima mujer.
         Murió un viejo tuerto, su nombre no recuerdo, pero dormía al sol de la mañana, sentado ante la puerta del hojalatero de la esquina.
         Murió Rayo, el perro de mi altura, herido de un balazo de no se sabe quién.
         Murió Lucas, mi cuñado en la paz de las cinturas, de quien me acuerdo cuando llueve y no hay nadie en mi experiencia.
         Murió en mi revólver mi madre, en mi puño mi hermana y mi hermano en mi víscera sangrienta, los tres ligados por un género triste de tristeza, en el mes de agosto de años sucesivos.
         Murió el músico Méndez, alto y muy borracho, que solfeaba en su clarinete tocatas melancólicas, a cuyo articulado se dormían las gallinas de mi barrio, mucho antes de que el sol se fuese.
         Murió mi eternidad y estoy velándola.


 LOS DADOS ETERNOS

Para Manuel González Prada, esta emoción bravía y selecta,
una de las que, con más entusiasmo, me ha aplaudido el gran maestro.

Dios mío, estoy llorando el ser que vivo;
me pesa haber tomádote tu pan;
pero este pobre barro pensativo
no es costra fermentada en tu costado:
¡tú no tienes Marías que se van!

Dios mío, si tú hubieras sido hombre,
hoy supieras ser Dios;
pero tú, que estuviste siempre bien,
no sientes nada de tu creación.
Y el hombre sí te sufre: ¡el Dios es él!

Hoy que en mis ojos brujos hay candelas,
como en un condenado,
Dios mío, prenderás todas tus velas,
y jugaremos con el viejo dado...
Tal vez ¡oh jugador! al dar la suerte
del universo todo,
surgirán las ojeras de la Muerte,
como dos ases fúnebres de lodo.

Dios mío, y esta noche sorda, oscura,
ya no podrás jugar, porque la Tierra
es un dado roído y ya redondo
a fuerza de rodar a la aventura,
que no puede parar sino en un hueco,
en el hueco de inmensa sepultura.


Espergesia

[Poema - Texto completo.]

César Vallejo 

Yo nací un día
que Dios estuvo enfermo.

Todos saben que vivo,
que soy malo; y no saben
del diciembre de ese enero.
Pues yo nací un día
que Dios estuvo enfermo.

Hay un vacío
en mi aire metafísico
que nadie ha de palpar:
el claustro de un silencio
que habló a flor de fuego.

Yo nací un día
que Díos estuvo enfermo.

Hermano, escucha, escucha…
Bueno. Y que no me vaya
sin llevar diciembres,
sin dejar eneros.

Pues yo nací un día
que Díos estuvo enfermo.

Todos saben que vivo,
que mastico… Y no saben
por qué en mi verso chirrían,
oscuro sinsabor de féretro,
luyidos vientos
desenroscados de la Esfinge
preguntona del Desierto.
Todos saben… Y no saben
que la luz es tísica,
y la Sombra gorda…
Y no saben que el Misterio sintetiza…
que él es la joroba
musical y triste que a distancia denuncia
el paso meridiano de las lindes a las Lindes.

Yo nací un día
que Dios estuvo enfermo,
grave.




 




Comentarios

Entradas populares de este blog

lecturas 20. Poemas de Carlos Pellicer Cámara

De cartas

¿Por qué así, señor periodista?