El mar

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Más allá del estribillo de "en el mar la vida es más sabrosa", yo formulo que en el mar se quiere la vida mucho más. Sí, sé también que hay quienes prefieren la calma de las albercas o los playones de un río manso. Y tienen razón. El mar es otra cosa bien distinta. Por decirlo de esta manera: es otro concepto. Tan es así, que el concepto río requiere un texto propio. Las albercas, también.

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Hay quienes por razones económicas y de lejanía con las costas nunca en su vida conocen el mar. Y se me hizo muy extraño cuando me enteré que hay niños que no conocen la lluvia. Y me explicaron que no la conocían porque en sus pueblos o comunidades donde viven nunca llueve. Así que cuando en clase de primaria -si es que llegan a la escuela, digo si hay escuela allí donde viven- escuchan el tema de la lluvia y el ciclo del agua, se les hace tan extraño como cuando nosotros escuchamos de la vía láctea o los planetas de nuestro sistema solar.

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Un hombre de cuarenta años que fue por primera vez al mar, se paró en la arena de playa, escudriñó lo que alcanzaba a ver del mar y dicen que expresó: "¡nombre, ni tan grande es!". Y esa expresión refiere a todo lo que le habían contado no solo de lo maravilloso, sino a lo grande y poderoso que es el mar. Solo que él únicamente miraba una parte muy mínima. Esto nos lo comentaba el maestro Joaquín en la secundaria, como ejemplo de que lo grande y muy grande está representado en lo pequeño y muy pequeño. Un hombre representa a la humanidad entera, decía.

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Yo fui por primera vez a los 11 años a la playa de Matamoros. Sin permiso de padres. Dicha playa en ese tiempo se llamaba Lauro Villar (y le han cambiado de nombre: Bagdad. Costa azul y no sé qué mas), y me subí a a la batea de una camioneta de mi barrio que iba allá un domingo de ramos en Semana Santa. De regreso, todo quemado por el sol y las aguas malas, mi madre me dio una regañiza, dos o tres cinturonazos, se puso a llorar conmigo, y me dijo que si me ahogaba ya lo iba a ver qué más me iba a pasar. Así era mi madre. Su miedo le hizo llorar. Y recordemos que en esos tiempos no había celular u otra forma de avisar.

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Gocé esa vez la playa y la parte del mar que conocía, caminé en la arena, recogí conchitas, brinqué en las olas, tragué agua salada, miré bikinis, y comí camarón que unos pescadores tenían al sol, y que eran amigos del de la camioneta. Ya había escuchado en la clase de Ciencias naturales de que la vida se había originado en el mar.  

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El viernes pasado me detuve en la carretera para meterme al mar, parte que tiene Sabancuy, Campeche. Eran ya las 4 de la tarde. "A las siete cerramos", nos dijeron los administradores de las pequeñas cabañas. Son 300 pesos. Cabaña, mesa y cuatro sillas. Y ni tardos, ya íbamos listos con traje de baño para zambullirnos como niños luego de más de dos años de no hacerlo. El agua nos recibió tibia y salada como desde hace siglos. Las olas golpeadoras se alzaban como a un metro de altura, y ayudadas con la complicidad del viento, golpeaban festivas, pero sin misericordia, como esas palmadas en la espalda que dan fuertes los políticos. Pero al mar se le perdona todo, porque siempre nos espera.

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Al principio me puse al tú por tú con las olas. Y festivo me dejaba caer. De pronto me descuidaba y me descontaba la ola en su romper como puñetazo en el oído. Y yo reía como que no pasaba nada. Luego me ponía a flotar. O daba unas siete brazadas imaginando que estaba cruzando el canal de la Mancha. Que exagerado. La imaginación me ayuda en eso. Con las siete brazadas parecía que los pulmones se me salían o el corazón amoroso se detenía, al fin, luego de 62 años de viaje. 

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A lo lejos un lanchero jalaba un banano con siete pasajeros. Luego vi que se volteó, pero los turistas traían chaleco salvavidas, así que no pasó a mayores. Se volvieron a subir y como si nada. Yo mientras tanto me puse caminar  en la suave y blanca arena y a recoger conchitas y piedras de mar alisadas por el tiempo. El agua del mar yo la veía de cuatro azules. Y como la hora era propicia, poco a poco el sol fue declinando hasta ponerse en posesión fugaz allá en el fondo, anaranjando el horizonte. Se veía una maravilla el espectáculo del crepúsculo. Y todo ello por 300 pesos.

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En el mar me da por filosofar (si pensar en ello así se le puede llamar pomposamente) sobre el origen de la vida, y el trayecto de millones de años que tuvieron que pasar en la evolución para desarrollarse en el agua a partir de organismos pluricelulares, luego de las distintas formas, salir a la arena y respirar, para desarrollar esas branquias con funciones de pulmones, hasta quedar finalmente como seres en tierra y de allí la larga marcha evolutiva para llegar a ser quienes somos, los depredadores de la tierra misma.

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Mientras tanto miraba el mar, sus colores, la arena y lo que representa un grano de la misma en toda ella en su conjunto. Pero el sol ya me estaba llamando para que le tomara fotos en esa despedida como en la cancioncilla infantil, de Amado Nervo: ...Miro el sol que ya se va. Y me dice: "¡Hasta mañana!", di madre que volverá..."

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Siempre el mar me trae gratos recuerdos, nostalgia del tiempo que más no volverá, sobretodo por la humedad, origen. condición y destino de la vida.


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