Mi padre, Don Juan Solís Romero

 1

Mi padre murió el 13 abril del 2016, y fue un hecho doblemente fatal. Tan pronto recibí la noticia, supe que había acabado una época para mí, y mi siguiente tiempo de vida sería con la categoría de huérfano de padre y madre. Una sensación de orfandad que uno sigue teniendo, aún la edad que uno tenga. Y nos quedamos solo con la memoria. Los recuerdos que tengo son los de un padre noble, bueno, trabajador y honrado. No un ser perfecto.

2

En la parte que a mí me tocó ver de él, fue un hombre sencillo y tranquilo. Ya había pasado la vorágine de su juventud de soltero y casado. Ya había transitado a esa etapa donde solo trabajaba y llegaba a casa por las tardes a descansar y a contar sus anécdotas. En tiempo de invierno procuraba que nuestra casa estuviera tibia, compraba carbón suficiente para tener un bracero permanente que nos entibiaba en esos días fríos. Y nos tenía cobijas suficientes para que la noche durmiéramos calientitos.

3

No fue de pendencias con vecinos ni con otras personas. No lo escuché quejarse de los demás ni de la vida. En la veleidad de la vida se mantenía impasible. Y en las circunstancia de dificultad no renegaba de nada. Tampoco era muy asiduo a llegar a la iglesia en su tradición de practicante católico.

4

Tenía él 31 años cuando yo nací. Estaba en la flor de su juventud. Tenía 51 años cuando yo me quité de mi casa familiar para irme a Tabasco a trabajar como maestro de primaria, que lo fui en gran medida gracias a su apoyo incondicional. Y tenía 88 cuando murió. De mi estancia laboral en Tabasco siempre fui una o dos veces por año a la casa de papá. Siempre me quedaba allí, a excepción de los últimos años que yo pernoctaba en casa de una de mis hermanas. Pero siempre fui a estar horas con él. A escucharlo en su repetición de anécdotas. Y a gritarle algunas cosas que le quería decir, porque escuchaba muy poco, y solo de esa manera podía hacerle llegar algunas palabras.

5

Le decían de vacile que estaba loco y se burlaban de él cuando le veían previo a un huracán amarrando la casa de madera vieja hacia dos extremos de árboles. Para eso tenía gruesos y largos mecates de henequén que le servían muy bien para su objetivo. Luego llegaba el huracán haciendo destrozos por todos lados, con viento infernal y tumbando casas o levantando los techos de lámina de zinc. Al día siguiente, en el recuento de los daños pasaban las personas que se burlaban y veían nuestra casa intacta y las de ellos o caída o sin techo. Y entonces ya no se burlaban ni le decían en lo bajito sin que él escuchara que estaba loco. Otros le decían: "hombre precavido vale por dos".

6

Su sordera le venía de joven. Lo comentó muchas veces, sobretodo para que aprendiéramos una lección de sobre no dar dinero prestado a nadie. Resulta que él, en sus 40 años le dio prestado dinero a un muy amigo de él, para pagárselo luego. Y llegó el plazo y nada. Y pusieron otro plazo y nada. Así hasta que el amigo dejó de serlo y se molestaba porque le cobrara mi papá. Hasta que un día quizá en una cantina le cobró, se hicieron de palabras y un policía le dio un cachazo a mi padre, que es en ese golpe donde él ubica el daño en su oído izquierdo. Luego ya con el paso de los años se le fue agudizando.

7

Tenía un alto pino canadiense en un costado del solar que era su orgullo. Para navidad lo adornaba con luces. Quizá ese pino tenía como 20 metros de altura. Era una belleza. Cuando llegó el tiempo que tenía yo algo de dinero le comenté inconsciente que había que derribarlo para construir una casa de material, se negó rotundamente, no dejándome otra que tomarme esa atribución y derribarlo con mis cómplices amigos. Ese día llegó, vio el árbol derribado, y no dijo nada, pero dejó de hablarme por varios meses. Y miraba de reojo cómo iba creciendo la construcción de la casa de material. Y luego sin hablarme, lo comentaba orgulloso con sus amigos vecinos, que su hijo le estaba construyendo una casa. Y esta fue su orgullo siempre, sobretodo que le protegía de huracanes poderosos que arribaban o amenazaban a la región cada año.

8

Honrado como pocos, cuando llegaba a trabajar a los jardines a veces encontraba joyas de oro, relojes o carteras de algunos miembros de la familia de esa casa. Y entonces él tocaba la puerta  para entregar lo encontrado. Por eso siempre le tuvieron mucha confianza. Sus patrones lo fueron de siempre, y luego los hijos de estos. De tal manera que varios de ellos le siguieron pagando cuando él se retiro de trabajar. O en tiempo de crudo invierno, meses que el zacate no crece, y no hay trabajo, se lo encontraban en la calle y le regalaban dinero equivalente a su salario.

9

Nos dejó la enseñanza de visitar a sus hermanas y hermanos. Cada año ahorraba para ir a  San Felipe Torres mochas y a León, Guanajuato, una  o dos veces al año y encontrarse con su tierra y aire donde nació y creció, y de donde salió para irse al Norte. Sus hermanas y hermanos lo recibían con el alma y corazón, lo mismo que sus sobrinos y cuñados. Y le regalaban tunas, duraznos amarillos, manzanas y platos y tazas de barro (unos eran alfareros), que cargábamos con gusto y orgullo.

10

Hoy con la memoria celebro a Don Juan Solís Romero. Hoy recuerdo que antes de que bajara su cuerpo en el ataúd, leí el poema de Walt Whitman "Oh, Capitán, mi capitán" , que transcribo para compartirlo, con la emoción de recordar a nuestros padres que nos cuidan desde el cielo (cuando lo sueño, lo veo con una gran paz en su rostro).

¡Oh capitán, mi capitán!
Terminó nuestro espantoso viaje,
El navío ha salvado todos los escollos,
Hemos ganado el codiciado premio,
Ya llegamos a puerto, ya oigo las campanas,
Ya el pueblo acude gozoso,
Los ojos siguen la firme quilla del navío resuelto y audaz,
Mas, ¡oh corazón, corazón, corazón!
¡Oh rojas gotas sangrantes!
Mirad, mi capitán en la cubierta
Yace muerto y frío.

¡Oh capitán, mi capitán!
Levántate y escucha las campanas,
Levántate, para ti flamea la bandera,
Para ti suena el clarín,
Para ti los ramilletes y guirnaldas engalanadas,
Para ti la multitud se agolpa en la playa,
A ti llama la gente del pueblo,
A ti vuelven sus rostros anhelantes,
¡Oh capitán, padre querido!
¡Que tu cabeza descanse en mi brazo!
Esto es sólo un sueño: en la cubierta
Yaces muerto y frío.

Mi capitán no responde,
Sus labios están pálidos e inmóviles,
Mi padre no siente mi brazo, no tiene pulso ni voluntad,
El navío ha anclado sano y salvo;
Nuestro viaje, acabado y concluido,
Del horrible viaje el navío victorioso llega con su trofeo,
¡Exultad, oh playas, y sonad, oh campanas!
Mas yo, con pasos fúnebres,
Recorreré la cubierta donde mi capitán
Yace muerto y frío.

Comentarios

Entradas populares de este blog

lecturas 20. Poemas de Carlos Pellicer Cámara

De cartas

¿Por qué así, señor periodista?