In memoriam doctor Morelos

 "¡Doctor Morelos, médico oculista, para curarle los males de sus ojos, su consultorio, aquí en el parque Juárez (de Villahermosa)!”. Así lo anuncia en pregón, a diario en su llegada, uno de los boleros del lugar. El Doctor Guillermo Morelos García, oftalmólogo, sonríe, bonachón, con la parsimonia en su paso. En agradecimiento le toca el hombro y sigue su ruta al consultorio, lugar de siempre, su trinchera.

    Periódicamente se bolea sus zapatos con el mismo hombre del pregón. Platica mientras hojea el periódico. Escudriña con preguntas para tantear el termómetro social. Luego le pide: “Canta esa, la de Javier Solís, esa de Sombras nada más”. Y el bolero canta, con su sedosa voz, a imagen del legendario cantante Javier Solís, de los años 70.
    Así, en el duelo por el fallecimiento del Doctor Morelos, la semana pasada, martes 25 de agosto, y después, aflora la memoria, el recuerdo que buscamos con afán, que tenemos a flor de piel. “Uno de los imprescindibles”, escribí en una corona. ¿La razón?: porque luchan toda la vida, no solo un año o diez.
    “Ya me voy, Doctor”, le digo cerca de la puerta de su casa. Era noviembre 1993, casi media noche del Día de muertos. Tradición obliga. Y cada año en esa fecha un altar para cada muerto brillante, uno a la vez. Los amigos convocados, los amigos reunidos. Una gran familia, a partir de la de él: las dos Gracielas (Chela grande y Chelita), Memo y José Manuel. Música de trova al natural. Y tamalitos y pan. El chocolate sin faltar y la muerte en una esquina de tamaño natural, para las fotografías. Infaltable Julieta Uribe. Omar Jasso, Manuelito, Paco Goitia, el Doctor Peñalosa, Cecilia, Lenin, AMLO en algunos años, y decenas más.
    “Espera otro poquito, ya me avisó que viene Andrés, tarde pero llegará, un ratito solamente”, me invita.
    Se refería a López Obrador. Y al ratito llegó, efusivo, saludando a los presentes. Me presentó el Doctor con él: “El maestro Calvillo escribe en La Verdad, y será tu jefe de prensa en la campaña”, le indicó el Doctor. Andrés me saludó serio y dijo frío, recriminador: “ya lo vamos a ver”.
    Tenía la familia Morelos una camioneta jeep de nombre “La Coloreteada”. Y tenían también una granja de cerdos y pollos. Querían que sus hijos conocieran todo el proceso de la producción, incluyendo lo de la venta del producto, para luego volver a empezar. “Para que aprendan lo que vale el dinero”, me confiaba el Doctor. Y Memo y José Manuel trabajaban en sus ratos libres en esa granja de enseñanza, lo mejor. “Es difícil, Toño”, me decía el Doctor. Hay mucho coyotaje que compran barato y no sale. Entonces lo que hacemos es venderlo directamente. Y eso lo hacen los muchachos. Sus hijos.
    Un día llegaron después de la venta, ufanos. Traían en sus bolsillos la cantidad obtenida. Y van con el Doctor. Este saca una libreta para hacer cuenta de la inversión: costo de los cerditos, resta. Las vacunas y el veterinario, resta. El alimento, resta. La luz, resta. Memo y José Manuel pasaban de la alegría por la venta a la desilusión por esas restas de la inversión para sacar la ganancia. Al final recibieron una cantidad correspondiente a su esfuerzo. José Manuel, ahora diseñador gráfico, quien radica en Colombia, le dice serio: “así no conviene que seas mi papá” .
    En otra ocasión el doctor Morelos dijo: “si les decimos que la comida nos la da Dios; que los regalos del 24 ese tal Santo clós, y los de 6 de enero se los traen los Santos reyes, entonces ellos van a decir: ¿y este señor (él mismo) qué hace aquí en la casa?”.
    Efraín y Fontanelly, un día, andaban en la costumbre normal de la tomada de alcohol por días. Y como en otras ocasiones, al Doctor acudían. En otras, claro, para cosas de solidaridad con ellos u otros, de la misma especie. Y le llamaron esta vez: “Doctor, un gran favor, necesitamos nos interne en el siquiátrico, solo de esa manera, nos podemos salvar, es que me quiero suicidar”. Uno u otro fue el que dijo, lo de menos es lo demás. Y el Doctor los fue a buscar a donde navegaban, un solar vacío, quizá. Y los llevó al manicomio. Y los dejó. Al rato le llama el director: “Doctor, que bueno que los trajo, sí que están locos de remate, oiga usted, uno dice que es artista plástico, otro que es escritor, y agrega “de los buenos”, con una sonrisa de loco. Don Guillermo suelta la carcajada, y contesta que es verdad, que el Fonta y Efraín, son artistas de verdad, pero que andan en la desgracia del beber, hasta el morir, como lento suicidar.

“Dé qué”, me respondió tres semanas antes de su deceso, cuando le propuse escribir un libro juntos, a cuatro manos. “Sobre su memoria”, le aclaré. Y le agregué en la respuesta: su memoria, su niñez, su pueblo, su carrera, la política, su llegada a Ciudad Pémex en los 70s, sus anécdotas. Tanto qué decir. “Pero no le va a interesar más que a mis familares”, dijo escéptico. Mirándome de soslayo, como midiéndome en la propuesta. “No, Doctor, le respondí. Usted es de esos ciudadanos fuera de lo común, que tienen mucho que decir. Y bueno, yo haré mi trabajo como escritor”. “Está bien”, accedió sonriente. Convengo en destacar que la voz se lo oía clara y fuerte. Cuando llegué esa mañana estaba dormido. Me recibió su hija Graciela, sicóloga de profesión, muy atenta. “Si quieres lo despierto”, me dijo. “No”. No lo creí conveniente. Y platicamos mientras velamos su sueño. En unos diez minutos despertó y platicamos lo que consigno sobre el proyecto de escribir el libro de su memoria, que en efecto, le motivó, le animó.
Su respirar era evidente con esfuerzo. “Si gusta me voy, le veo algo cansado”. “No, quédate”, me ordenó.
    Y seguimos platicando de esas posibilidades del hacer mientras se tiene vida, hasta el último segundo, hasta el último sorbo del instante. El reloj se detuvo días después. El generoso corazón se detuvo también. Dijo el joven cardiólogo: “su corazón luchó hasta el último instante”
    *Libro en preparación

Comentarios

Entradas populares de este blog

lecturas 20. Poemas de Carlos Pellicer Cámara

Rigo Tovar y Chico Ché

Max in memoriam