Miro la fotografía (nada queda, solo la música)

 Miro la fotografía (nada queda, solo la música)

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Ayer dije que me gustaba viajar. Hoy comento que me gusta ver fotografías antiguas. Y visitar cementerios y caminar entre las tumbas, leer nombres, fechas entre paréntesis, y epitafios. Muchas más cosas me gustan, claro, pero hoy refiero sobre las fotografías y los cementerios. Espacios que reflejan lo pequeño, la nada y lo grande que somos. Sobretodo lo efímero.

Hace días una sobrina subió fotos antiguas de familia. Y doy cuenta de una de ellas. Estamos en la puerta de la iglesia San Antonio de Padua, de la colonia Treviño Zapata. Fue tomada un domingo de 1968 o 1969. Se llevaron a bautizar a dos niñas, a quienes sus respectivas madrinas las tienen en sus brazos. Todos estamos serios. Nadie distraído, miramos hacia la cámara. Ningún gesto de la cara expresa algo distinto, más que la seriedad de la sorpresa. El conjunto de personas lo integran niños, jóvenes y adultos. ¿Quiénes son? ¿Qué hacen ahora?  

 

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Cubierta la cabeza, está mi tía Socorro. A su lado, mi padre, Don Juan. Los demás somos primos, unos hijos de mi tía Soco, y su hermana Leonor. Y en el otro extremo Mary, amiga de mi hermana Paz, que también está en la foto blanco y negro. Esta toma tiene cincuenta y dos años. Ya ha pasado mucha agua bajo el puente. Y cada vez hemos sido otros. Hemos recorrido camino de risas y lágrimas. El tiempo tritura lento, pero sin pausa. Cada quien con su destino, del cual se afirma que somos arquitectos del propio, y que tengo mis dudas.  El primo Luis, y las primas Luz y Coco, fallecidos. Lo escribo con dolor, porque de niños fuimos muy cercanos, y ellos siguieron siéndolos con mis hermanos y hermanas. Asimismo mi padre, quien falleció en accidente en 2017. 

 

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También impensable que yo dejara de radicar en Matamoros a causa de mi empleo en Tabasco. De eso trata el futuro en su incertidumbre de lo que viene. Sería enormemente aburrido, sin motivaciones, si supiéramos lo que sigue. Y aún así trataríamos de torcer la ruta, si supiéramos lo que íbamos a vivir después, sobretodo en los desengaños, en las derrotas. Trataríamos de evitar los caminos espinosos, lo que no nos gusta, el emprendimiento que no funcionaría, la novia con la que perdimos tiempo. Aunque todo se fuera cumpliendo de todas maneras, como en la obra trágica griega, Edipo rey, obra de Sófocles.

 

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El rey y su esposa no podían tener hijos, hasta que finalmente lo consiguen. Nace el niño, y la costumbre era acudir a un oráculo para saber de su futuro. Acuden para ello al oráculo de Delfos, y este les vaticina que el niño, de grande, matará a su padre y cohabitará carnalmente con su madre. Salen horrorizados y toman la decisión de ordenar a un sirviente de confianza que lleven a Edipo niño a la montaña y lo abandone para que los animales salvajes lo devoren y así burlar los designios fatales del oráculo. Así lo hacen. El sirviente sube a la montaña pero no lo abandona, en lugar de eso, lo entrega a una pareja también sin hijos. Así pasan los años. En una ocasión el rey va en su carruaje y llega a un camino donde solo puede pasar un solo vehículo. Al llegar a la mitad de dicho camino se encuentra de frente a otro viajero que viene en carruaje en sentido contrario. El rey por ser rey, el joven por el orgullo de serlo, ninguno cede en regresarse para ceder el paso. Se enfrentan y el joven mata al rey. Y sucede que es tradición en esos lugares que el triunfador contra el rey se convierta en pareja de la esposa viuda. Se cumplen los vaticinios.  Al paso de algunos años ella sospecha. Llama al sirviente viejo, y este confiesa lo que hizo. Ella horrorizada se suicida. Él al enterarse se saca los ojos. 

Sí, es literatura; las famosas tragedias del griego Sófocles. El destino señala que va a suceder lo que sucede, nada puede ser distinto. 

 

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Mary es la muchacha que está a la izquierda de la foto. Era el tiempo de las faldas cortas. No aparece allí su novio, que en la foto original sí estaba; seguro alguien eliminó haciendo el corte. Nada supe de ella, solo que era amiga de mi hermana mayor. Se quedaba a veces en la casa. Un vecino joven se enamoró de ella, aunque sabía que ella tenía su novio oficial. Y ella sonreía, siendo amable con todas las personas. ¿Qué fue de ella? ¿Quién lo sabe? Solo quedó la imagen en mí, ese niño de nueve años, que soñaba en ser grande para platicar con ella. Nunca más volví a verla. Nunca pregunté tampoco por ella, por María.     

 

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Luis Eduardo Aute lo dice poeticamente: 

“Miro el instante que ha fijado la fotografía,/ ríes con la timidez de quien
le avergüenza la risa./ Quince años que sujeto entre mis brazos/ al compás del último disco robado.
Nada queda en ese trozo de papel,/ todo es alquimia;/ veo que es la prueba más veraz/de que todo es mentira.
Esos rostros ya no llevan nuestros nombres,/son dos máscaras perdidas en la noche,/ pero, queda la música...
Siento que ese tiempo que se fue/ no ha sido nunca nuestro,

como cuando te miro y no logro/ recordar tu cuerpo;/ no eras tú aquella insolencia de latido/ que encendía mis deseos más prohibidos.
Creo que tú y yo no somos más/ que dos desconocidos,/ otros, dos extraños que en el tiempo/ se han hecho asesinos/de esos dos niños de la fotografía/ que, abrazados, van bailando por la vida,/ pero, queda la música...

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