La casa de los abuelos

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Pasa el tiempo y llega un momento que la casa de los abuelos se cierra. Y todo lo que había, los retratos y la risas infantiles, las largas charlas con taza de café en la mano, se junta con el polvo, las telarañas, llegan las termitas, los ratones merodean y solo quedan en la memoria los días del pasado cuando llegábamos allí y los abuelos nos esperaban con la mejor sonrisa y un regalito guardado en la espera de nuestra llegada. Y ese regalito era simbólico aún guardamos como distintivo de nuestros mejores años.

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La casa de los abuelos es a la vez la de ellos, la de nuestros padres, y será en algún momento la casa de nosotros, en esos ires del tiempo (iba a escribir vaivén, pero no le corresponde porque no hay regreso). La cocina guarda los olores de la pimienta y los ajos, la pared de la cocina algo negra por el humo de tantos años donde se cocinaron las mejores viandas, se hizo el mejor café, que tenía sobretodo el ingrediente infaltable de las historias de nuestros viejos y sus sonrisas labradas con la edad.

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Yo tengo apenas leves y borrosos recuerdos de la casa de mis abuelos. Una casa de piedra en un poblado de San Felipe Torresmochas, Guanajuato. Unos árboles de manzana y duraznos. Nopales para tunas en agosto. Y un riachuelo que corría en medio del amplio terreno. Ese predio quedó en disputa verbal, no en lo jurídico. Mi abuelo materno había quedado los últimos 17 años al cuidado abnegado de mi madre y dejó de puño y letra con sello del delegado, en hoja de cuaderno simple un texto breve con el agradecimiento respectivo a mi madre, por aquello de lo que se pudiera ofrecer u ocurrir.

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Y la casa se cerró por siempre. A ella acudían  mis padres y hermanos mayores. Y de seguro también mis tías con mis primos. Y cada uno tiene los recuerdos como un tesoro de la memoria. La cual poco a poco ira desapareciendo, sobre todo en el cambio de generaciones. Mis padres en función de abuelos asimismo en esta casa donde pernocto ahora en el viaje, hacían todo lo posible para que sus nietos se sintieran increíblemente bien aún con las estrecheces económicas. Mi padre les tenía una muñeca o una pulsera en cada viaje. “Mis muchachitas”, les decía. Mi madre les preparaba lo que quisieran dentro de lo que se pudiera. Y siempre estaban los refrescos y las aguas, los buñuelos y sobretodo la bienvenida con el mayor de los cariños.

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La abuela (mi madre) tenia unas gallinas, cinco o siete, algo así. Y siempre una ponedora que nos daba para el desayuno algunos huevos. Pero, cuando llegaban algunos de sus nietos, que correteaban por todos lados, a veces peleaban entre ellos, y tomaban de proyectilos dichos huevos, y entonces, al darse cuenta mi madre, por supuesto que se enojaba. Y entonces ya loque hacía después para otras visitas, se prevenía y guardaba los huevos, que bien quedaban para desayuno, o para regresar a su nido en el gallinero.

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Es bueno escribir, escribirnos. Es bueno leer, leernos. Un buen día todo pasa y recordaremos lo que hemos vivido, lo que hemos leído. Y esta memoria que guarda nuestra vida en recuerdos, es la que nos salvará del naufragio en los últimos años, si acaso todavía estamos. Los abuelos nos repetían lo mismo en su plática. Y nosotros sabíamos que estaba diciendo lo mismo, la misma historia con idénticas palabras. Y un día los abuelos se pierden tanto en lo que dicen como físicamente al salir y no encontrar el camino de regreso. Y es cuando recordamos sus buenos actos, sus tiernas sonrisas y sus tibias palabras que hicieron mejor nuestra infancia.

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Decía León Felipe, en uno de sus poemas: "Qué lástima que yo no tenga un abuelo/ que ganara una batalla, retratado/ con una mano cruzada en el pecho,/ y la otra mano en el puño de la espada!/ ¡Qué lástima/ que yo no tenga siquiera una espada!...",  lo traigo a cuento porque algunos de mis maestros se han convertido como mis abuelos adoptados. “A ver, párate, Ramón”. Y el compañero de secundaria Ramón se paraba con su 1. 80 de estatura, y bien alimentado, se notaba en su cuerpo. “así como él están los niños en la Unión Soviética que tiene régimen socialista, porque invierten mucho en alimentación, deporte y salud”, nos decía el maestro de Civismo, Raúl Torres Torres.

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“Y cuándo van a cambiar las cosas en nuestro país”, alcanzaba a preguntar uno de nuestros compañeros, los más despiertos, los más seguros. “Quizá en unos cuarenta o cincuenta años, ustedes sí lo van a alcanzar a ver. Yo no”, respondía el maestro, sonriente, seguro, profético. “Uno de los problemas de nuestro país es que cada seis años cada nuevo presidente que llega trata de cambiar las cosas y borrar lo del presidente anterior”, ilustraba el maestro.

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Suena el teléfono. Es el maestro Raúl. “Oye y te acuerdas de algunos temas de civismo en la escuela. ¿te acuerdas que alguien preguntaba de cuándo iban a cambiar las cosas, y yo decía que en unos 40 o 50 años. Pues a reserva de tu opinión, yo creo que es lo que estamos viendo ahorita a nivel nacional con el presidente tabasqueño”, me dice eufórico y nostálgico. “¿Cuándo vienes a mi casa a tomarnos un café?, yo casi no salgo, no me dejan salir por mi edad 86 años y la pandemia”.

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La casa de los abuelos un día se cierra. La casa de nuestros padres un día se cierra. La casa de nosotros un día se cerrará, igual la casa de nuestros hijos. “El timpo pasa/ Nos vamos poniendo viejo/ Y el amor no lo reflejo como ayer/En cada conversación/ Cada beso cada abrazo/ Se impone siempre un pedazo/ De razón/ Vamos viviendo/ Viendo las horas/Que van muriendo/ Las viejas discusiones/ Se van perdiendo/ Entre las razones/ 

Porque años atrás/ Tomar tú mano /Robarte un beso/ Sin forzar el momento/ formaban parte de una verdad..."


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