Los otros partirán después que yo... (En memoria de Juan Silva)

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"Te tengo una mala noticia", me dijo mi hermano luego de diez minutos de plática, del cómo estás, de que tal por allá, de cómo va el trabajo "¿Ya sacaste la tarjeta de bienestar?", "Ya, y está muy bonita, con letras marcadas como de oro". "¿Y las hermanas cómo están?" "Y la mujer, ¿cómo está?", preguntas de las que ya sabe uno la respuesta, pero de todas maneras las hace uno por cortesía, porque no se esperan sorpresas, porque son costumbres y bastones de la comunicación.


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La frontera norte fue creciendo de manera vertiginosa. En el caso de Matamoros, que es donde nací y crecí, se convirtió en ese caserío desparramado alrededor del centro, al sur Del Río Bravo, con colonias sin la mayoría de servicios públicos,  con calles empolvadas y lodosas en tiempos de lluvia. Y poco a poco crearon sus escuelas de básico para los niños y otra para los muchachos que no sabían si entrar a esos planteles o seguir en su trabajo de choferes, obreros, jardineros, trabajadores de la maquila, pintores de carro, mecánicos y muchos otros oficios que las necesidades obligaban a aprenderlos sea con sus padres como maestros del oficio o en unos talleres donde los padres metían a sus hijos de aprendices.

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Los adultos llegaron a la frontera con el sueño americano, logrado por pocos, y los que no, eran regresados por la migración, y luego de varios infructuosos intentos se quedaron en la rivera sur del río Bravo, y se fueron acomodando entre maderos viejos, láminas y cartón. Hablo de los años 40 y 50. Para luego ser reubicados en las colonias del este de la ciudad. Luego la segunda generación, ya nativos de Matamoros, tuvieron la idea de cruzarse igual para radicar en los Estados Unidos, algunos aprendieron inglés, pero sobretodo algunas madres embarazadas, antes de dar a luz, cruzaban a Brownsville para que el hijo naciera allá y asegurar la nacionalidad americana.

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"Te tengo una mala noticia, fíjate que Murió Juan Silva", me dijo mi hermano. Y parecía como si cayera un balde de agua helada, por ser un personaje muy estimado en nuestra colonia y colonias circunvecinas, a donde se empleaba principalmente de maestro albañil, pero lo mismo resolvía problemas de plomería, carpintería y pintura de casas. Además que siempre tuvo porte de hombre sano, alegre, jovial. Su edad rondaba apenas arribita de los 70 años.

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En mayo que anduve por Matamoros, me desplazaba yo principalmente a pie por las calles que conectan con el centro de la ciudad y sus colonias. A veces eran entre cinco o siete kilómetros. Llegaba todo sudado, pero contento de hacer ejercicio, y de encontrarme con amigos y amigas que han sido compañeros de viaje, y hermanos por elección. Y en una de esas me golpean el hombro por la espalda, y me gritan. Yo me asusto, y era Juan Silva, amigo de mis hermanos, que me saludaba de esa manera, entusiasta y festivo,  luego de unos cinco años de no vernos.

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No hice el esfuerzo por buscarlo en su casa, por platicar con él de tantas cosas. Ciertamente no era de mi edad. Amigo de mis hermanos mayores, siempre lo veía cuando llegaba a buscarlos, cuando regresaban, cuando se ponían a platicar en el patio de mi casa. Y siempre el traía su bolsa de herramientas, luego de las arduas jornadas de trabajo. Yo tenía ocho años. Ellos andaban por los veinte.

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"Yo te admiro, Toño", me dijo Juan Silva un día de hace como quince años. "Porque a pesar de la pobreza de nuestras familias, tú te clavaste a estudiar una carrera y lo lograste. No para hacerte rico, porque la gente honesta no se hace rica, pero sí para no andar apurado buscando chamba para comer al día siguiente, y trabajar bajo la sombrita". Yo le agradecí las palabras porque venían de su corazón, de su mirada limpia, de su sinceridad.

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"Sí, murió el domingo pasado, me vino a avisar una de sus hermanas, Virginia. Les dejó dicho que me avisaron, así me dijo ella que le dijo: le avisas a Chencho, el del callejón 6, quiero que me acompañe en mi velorio". Y así llegó la hermana de Juan a avisarle a mi hermano.

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"Como camaradas me ayudó mucho", me dice mi hermano. Y agrega: en toda nuestra amistad desde niños nunca tuvimos un disgusto. Nunca se enojaba. Nunca nos enojamos. Siempre disponible a "hacer esquina". Puso la puerta de arriba, me arregló unas llaves, me ayudó a pintar. "No es nada, para eso somos los amigos, para echarnos la mano", decía.

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"Ya mis amigos se han ido casi todos", me había dicho mi hermano en mayo pasado. "Ya se fue Benito La Mini, ya se fue Juan Mona; se fue Pilo; se fue Memo, Chucho. Y varios más". "Y los otros partirán después que yo", le contesto siguiendo los versos de la canción de José Feliciano, "Pueblo mío".  Y con la llamada de ayer, el aviso que se murió Juan Silva, aquejado de una enfermedad. Aunque siempre alegre. “

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“Por cierto a él le regalé los discos LP (de vinilo) que tenía. Me dijo que uno de sus hijos le había regalado un tocadiscos nuevo de esos que tocan esos discos. Y vino a preguntarme que si tenía. Y sí, pues. Llévatelos todos, le dije. ¿Cuánto es Crece?, me preguntó. Naila. Nada, Juan. Es un regalo que te hago, le dije”. 

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La frontera norte es ese lugar geográfico habitado por personas de todos los grupos sociales del país, con sus costumbres que se amalgaman haciendo barrera a las costumbres estadounidenses, amalgamándose en lo bueno. Pero también lugar de muchas contradicciones de los discursos gubernamentales, de abandono permanente, de acuerdos oscuros entre grupos, de sonidos como de balas y corretizas, de miedo e incertidumbre, de carros viejos americanos, de cementerios de autos (yonkes), de manejo de autos al revés y en sentido contrario. Chulas fronteras, del norte

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Allí vivió Juan Silva, hombre de bien, alto de estatura, sonriente, solidario, generoso. Su  cuerpo volvió a la tierra, en el cementerio nuevo, llamado Los Tomates, de la ciudad de Matamoros, Tamaulipas. Descanse en paz.

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