En la bruma del sueño

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Me gusta decir que estamos hechos de historias, de sueños y de polvo enamorado. Ninguna de esas expresiones son originales mías. Pero tengo derecho a usarlas porque creo firmemente que somos dueños colectivos del lenguaje que hablamos, por el que nos damos a conocer, y por el que materialmente existimos como seres humanos, de pensamiento, idea y palabras. La vida es un sueño y los sueños, sueños son. La digo porque lo creo. No digo que es mía, y muchos sabemos que son versos de Pedro Calderón De la Barca.

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"Era mediodía para una tarde gris, como casi todas las de invierno en la frontera Norte. Iba caminando con mi padre, una hermana y un hermano. Al dar vuelta en una calle de la colonia Jardín vimos muchos autos frente a una casa donde trabajé de niño. Eran autos de lujo. La casa (la conozco bien por dentro y fuera), es grande, de un solo piso. Dentro hay una colección de elefantes de distintos materiales, y a escala por supuesto, discos de Paul Muriat, Nicolás Di Bari y Javier Solís, entre otros. Arriba solo está el cuarto de servicio, muy amplio. Hay dos perros. Y el motivo de los tantos autos es que es el velorio de Doña Tencha, la patrona."

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Ella cuando niño de doce años me regaló la entrada para ir a ver la película Papillón, donde Steve Mqueen y Dustin Hoffman, como antagonistas, presos en una cárcel-isla francesa en América, sueña uno con vivir bien el resto de su vida en ese lugar, criando animalitos y sembrando hortalizas, y el otro sueña con la libertad. Al día siguiente me preguntó si la había visto. Y me preguntó sobre la trama. Le dije que el dinero que me había dado me alcanzó también para palomitas y "soda".

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"Por alguna razón yo andaba con saco elegante. Me asomé por a puerta principal. El exterior tenía un piso de mármol que se trapeaba a diario, donde justo a un lado cabían dos autos, y un espacio amplio en el exterior de la puerta, donde muy pocas veces ella salía a sentarse en un sillón antiguo. Me asomé y nadie me reconoció. Yo traté de ver a su hija o hijo, para darles el pésame, pero no los vi. Como había confianza entré a un patio trasero. Los perros me conocieron. Al verlos siempre yo los relacionaba con el perro negro de Don Julián, que era su noble guardián, de la canción de José Alfredo Jiménez". 

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En secundaria Doña Tencha me compró en préstamo una máquina de escribir de la marca Brother. La cual cada semana me descontaba, y esas cuentas las llevaba en una librería. Ya cuando iba yo a la mitad, precisamente un día de diciembre muy cerca de la Navidad, me pagó mi semana completa y me dijo: lo que me debes de la máquina, que es la mitad, es mi regalo navideño.

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"Cuando pasé por una puerta hacia el patio trasero, que daba a la cocina, me reconocieron sus hijo e hija. Y me llamaron e invitaron a pasar. Les di un abrazo con el pésame sentido. Y junto con ellos me acerqué al féretro. Ya grande Doña Tencha, una anciana como de unos 90 años, como yo no la vi en esas condiciones en vida.  Me quité del ataúd porque no me gustó que no la hubieran arreglado bien. Evidencia, creo yo, de sus pleitos. Pero me mantuve cerca, en silencio, como reflexionando de una etapa de mi vida."

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Me había dicho a los 15 años: "hoy es tu cumpleaños. Te voy a dar dos regalos..." Yo me emocioné. ¡Dos regalos! Uno era "El hombre mediocre", de José Ingenieros. El otro era un consejo: "sálvate tú primero". Se refería a la miseria económica. "Sí crees que trabajando sin estudiar los ayudas con lo que les des a tus  papá y mamá, de nada va a servir. Te hundirá igual. Así que no lo olvides. Sálvame tú. Estudia. Y ya después podrás ayudarlos con lo que puedas".

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"A los pocos minutos salió el cortejo rumbo al panteón. Una hilera grande de autos. Yo en el mío. Un tsuru 1986. Me incorporé. La ruta era al recinto memorial (que en la realidad está en Villahermosa,  pero en sueños estaba en Matamoros). Yo me pellizcaba para cerciorarme que era realidad o saber que era un sueño. Y me dolía, lo que me aseguraba que era realidad".

En septiembre de 1979 ya estaba en la lista de egresados normalistas que se irían a Tabasco. Mi papá no me quiso dar o conseguir para mi pasaje. No sé si porque no quería que yo me alejara de la casa, y muy lejos. O porque andaba enojado. El caso es que fui con Doña Tencha. Le expuse el motivo. Se rió. Me dijo "no quiero que te vayas, pero necesitas volar, hacer tu vida". Y diciendo y haciendo, sacó de su bolsa roja una chequera. Rellenó un cheque con la cantidad que le dije. Me lo dió junto con su bendición y recomendaciones.

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"Estuve en el sepelio, previa misa de cuerpo presente. Mi padre y hermanos a un lado mío. Yo de saco negro. Todos los demás perfectamente trajeados, de riguroso luto. Con lentes negros, seguramente de marca. Yo con pantalón de mezclilla. Y sentí humo en los ojos. Lágrimas gruesas resbalaban por mi rostro. No era sueño. Era la realidad. Esa que se nos presenta desde el inconsciente, de madrugada. En las que a veces uno despierta y encuentra un objeto cerca o en la mano, para certificar que efectivamente es realidad lo que uno sueña.

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Cuando vi la película Cinema Paradiso, el momento en que Alfredo le dice al muchacho Toto, que se vaya a Roma a hacer carrera como cineasta, que lo deje, ciego en ese pueblo remoro, y que si regresa fracasado, movido por la nostalgia, no lo vaya a buscar a él, lo relacioné con la existencia de Doña Tencha y sus consejos que me dio. Al año siguiente de mi partida fui a verla. A agradecerle lo que había hecho por mi. De manera indiferente me dijo que no era nada. No me aceptó que le regresara el dinero del boleto que me había dado un año antes para mi viaje. Me despidió de manera fría. Nunca más la volví a ver.






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