Oh, Dios

Mi tío Nacho era un hombre de barba larga. Originario, como mis padres, de Guanajuato. Cuando venía Semana Santa, era uno de los que actúan silentes, como los apóstoles. Una uno de los doce. Me gustaba ver de niño cuando el cura les echaba un poco de agua en los limpios pies y los secaba con una toalla blanquísima. Era, de los que se dice, hombre de la iglesia. Nosotros vivíamos muy cerca de la iglesia San Antonio, de allí mi nombre. Mis padres y el tío Nacho eran analfabetos.
Uno de los primeros días de clases en 1966, mi padre me llevaba de la mano a la escuela. Y pasamos frente a la iglesia. Me recuerdo yo bien peinado, raya al lado, algo de gomina, al estilo de Don Benito Juárez. El tío Nacho al vernos preguntó a mi padre con una sonrisa burlona, de esa de las que se saben tienen la razón y los otros están equivocado: ¿ A dónde vas tan de prisa, Juan? A la escuela a llevar a mi hijo a la escuela, obtuvo por respuesta de mi padre. La primaria Cuauhtémoc está a la misma distancia de la iglesia que mi casa, solo que del lado opuesto. Don Nacho, como un sabio superior le dijo: Y para qué lo llevas a la escuela, allí solo aprenden cosas del diablo.

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